viernes, 27 de febrero de 2015

Un viaje de diez metros

Muy pronto, la tristeza desapareció. Las mantelerías del comedor, nuevecitas y blancas, no eran hechas a máquina en Normandía, sino que eran cosidas a mano por mujeres de Tananarivo, en Madagascar, y ahora eran extendidas con elegancia sobre las mesas. Los arreglos de jazmín que perfumaban el salón procedían de Chez Antoine, en el sexto arrondissement. La porcelana había sido hecha según un diseño mío en Christian Le Page, así como la pesada cubertería de plata, grabada para mí en una fábrica dirigida por una familia en Sheffield, Inglaterra. Los floreros y copas estaban hechos de cristal Moser soplado en el norte de Bohemia y todo el material con el que entraba en contacto el cliente, hasta la pluma Caran D'Ache para firmar la cuenta, estaba grabado con el logo de Le Chien Méchant, un pequeño bulldog ladrando. Y, para los bolsos de las damas, un taburetito de caoba descansaba junto a cada mesa para que depositaran sus preciadas bolsas.



Un viaje de diez metros
Richard C. Morais
Seix Barral. Biblioteca Formentor: 2012


jueves, 19 de febrero de 2015

La legión de los perdonazos


-Sentirse o no sentirse culpable. Creo que todo radica en eso. La vida es una lucha de todos contra todos. Es sabido. Pero ¿cómo puede darse esa lucha en una sociedad más o menos civilizada? No deberíamos tirarnos unos contra otros a primera vista. En cambio, intentamos proyectar en los demás el oprobio de la culpabilidad. Vencerá el que consiga hacer que el otro se sienta culpable. Perderá el que confiese su culpa. Vas por la calle inmerso en tus pensamientos. Caminando hacia ti viene una chica que, como si estuviera sola en el mundo, sin mirar a los lados, camina recto hacia delante. Chocáis. Este es el momento de la verdad. ¿Quién insultará al otro, y quién pedirá perdón? Esa situación me sirve de ejemplo: en realidad, los dos son a la vez el embestido y el que embiste. No obstante, los hay que, inmediata y espontáneamente, se consideran los causantes del choque y, por tanto, culpables. Y los hay también que siempre se consideran, inmediata y espontáneamente, las víctimas del choque y, por tanto, en su derecho de acusar en el acto al otro y de hacer que lo castiguen. Tú, en esa situación, ¿pedirías perdón o acusarías?
-Sin duda alguna, yo pediría perdón. 
-¡Ay, pobre, de modo que tú también perteneces a la legión de los perdonazos! Crees que podrás ablandar al otro con tus disculpas.

La fiesta de la insignificancia
 Milan Kundera
Tusquets: Septiembre 2014

viernes, 13 de febrero de 2015

El fenómeno Dicker

Los niños ya no podían desplazarse solos. Los buenos tiempos en los que las calles se llenaban de chiquillos alegres y ruidosos se habían acabado: ya no hubo más partidos de hockey sobre patines delante de los garajes, no más concursos de salto a la comba ni rayuelas gigantes dibujadas a tiza sobre el asfalto; en la calle principal, ya no hubo bicicletas cubriendo la acera ante el supermercado de la familia Hendorf, donde se podía comprar un puñado de caramelos por menos de un níquel. Pronto planeó sobre las calles el silencio inquietante de las ciudades fantasma.

La verdad sobre el caso Harry Quebert
Joël Dicker
Traducción de Juan Carlos Durán Romero
Alfaguara: 2013

La felicidad conyugal

Yo tenía entonces diecisiete años, y mamá, el año en que murió, había pensado que nos mudásemos a la ciudad para que hiciera yo mi debut en sociedad. La pérdida de mi madre era para mí una aflicción muy grande, pero debo confesar que gracias a esa aflicción también me sentía yo joven, bonita, como todo el mundo me decía, y tenía la sensación de estar desperdiciando un segundo invierno allí, en el aislamiento de la aldea. Antes de que terminara el invierno, esa sensación de tristeza ocasionada por la soledad, y también el simple hastío, crecieron hasta tal punto que ya no salía de mi cuarto, no abría el piano ni tomaba un libro en las manos. Cuando Katia intentaba convencerme de que me dedicara a una u otra cosa, le respondía: "No tengo ganas, no puedo", pero lo que sonaba en mi alma era: ¿para qué? ¿Para qué hacer algo si de forma tan gratuita se desaprovechaban mis mejores años? ¿Para qué? Y a ese para qué no había más respuesta que las lágrimas.


La felicidad conyugal
Lev Tolstói, 1859