jueves, 16 de julio de 2015

De qué hablo cuando hablo de correr

     Como todavía no me he quitado de encima el cansancio acumulado a causa de tanto entrenamiento, apenas consigo correr con velocidad. Por la mañana, mientras corro tranquilamente a mi ritmo por la ribera del Charles, me adelantan, una tras otra, unas chicas que parecen estudiantes que acaban de ingresar en Harvard. La mayoría de ellas son bajitas y estilizadas, llevan camisetas de color fucsia con el logotipo de Harvard y colas de caballo rubias, y escuchan música en sus iPod nuevos, mientras corren en línea recta cortando el viento. Hay en ello, sin duda, algo de desafiante y de agresivo. Parecen estar acostumbradas a ir adelantando a todo el mundo. Y seguramente no están habituadas a que las adelanten. Salta a la vista que son brillantes, sanas, atractivas, serias y muy seguras de sí mismas. En la mayoría de los casos, su forma de correr no es, se mire como se mire, la idónea para las largas distancias; es propia de corredores de media distancia. Su zancada es larga y tienen un apoyo incisivo y firme. Tal vez correr tranquilamente mientas se contempla el paisaje no encaje con su mentalidad.
     En  contraste, yo estoy (aunque no me enorgullece decirlo) bastante acostumbrado a perder. Hay en este mundo un montón de cosas que exceden mi capacidad y un montón de adversarios a los que jamás vencería. Pero esas chicas tal vez no conozcan aún ese tipo de dolor. Además, lógicamente, tampoco hace falta que conozcan ahora ese tipo de cosas. Y sobre esto divago mientras contemplo el balanceo de sus pretenciosas colas de caballo y sus beligerantes piernas estilizadas. Y continúo corriendo tranquilamente, a mi ritmo, por la ribera.
     ¿Existieron en mi vida días tan radiantes como los que viven ellas? Sí, puede que sí hubieran... Pero tengo la impresión de que, aunque en aquella época yo hubiera llevado una larga cola de caballo, su vaivén no habría sido tan pretencioso como el de las suyas. Y mis piernas de entonces tampoco debían de batir el suelo con tanta fuerza como las de ellas. Pero supongo que eso es lo lógico. A fin de cuentas, ellas son brillantes estudiantes de la excelsa Universidad de Harvard.

De qué hablo cuando hablo de correr
Haruki Murakami, 2007

Billie

     Tampoco es que me hubieran maltratado a lo bestia en mi infancia, en plan hasta el extremo de acabar en la primera página del periódico local de sucesos, pero sí que me pegaban un poco todo el tiempo.
     Todo el tiempo, todo el tiempo, todo el tiempo...
     Que si una bofetadita aquí, que si una bofetadita allá, que si ahora una colleja, que si una patada en las piernas cuando pasaba por ahí o cuando ni siquiera pasaba por ahí, las manos siempre levantadas como diciendo te voy a meter una que te avío y tal, y eso me había... ¿Cómo decirlo?
     Recuerdo que un día leí a escondidas en la biblioteca del colegio un folleto sobre el alcohol que decía que, por supuesto, no había que beber, pero que si por ejemplo te pillabas una buena cogorza una noche, era como derramar un cubo de agua en el suelo: no estaba muy bien, pero bueno, pasabas la fregona, el suelo se secaba y listo, mientras que el alcoholismo, incluso bien disimulado o incluso controlado, era como un goteo continuo, y que, poquito a poco, gota a gota, al final se te hacía un agujero en el suelo. Aunque fuera un suelo súper sólido...
     Pues bien, eso eran las bofetaditas y los moretones que acumulaba sin tregua desde que era niña... No me mandaron a las páginas de sucesos ni llamaron la atención de las trabajadoras sociales, pero me perforaron la cabeza. Y por eso tenía tanto miedo siempre: hasta la más mínima corriente de aire me atravesaba de parte a parte y me derribaba. Y por aquel entonces Franck tampoco era lo bastante fuerte para taparme ese agujero como yo hubiera necesitado. Por eso nos andábamos con tantas precauciones el uno con el otro.