viernes, 29 de abril de 2016

El tren de los huérfanos



 
Tengo 91 años, y casi todos los que alguna vez formaron parte de mi vida son ahora fantasmas. En ocasiones, estos espíritus me han resultado más reales que la gente, más reales que Dios. Llenan el silencio con su peso, denso y caliente, como la masa de pan que leuda bajo un trapo. Mi abuela, con sus ojos amables y piel como polvo de talco. Mi padre, sobrio, riendo. Mi madre, entonando una canción. Estas encarnaciones fantasmales se han despojado de la amargura, el alcohol y la depresión, y una vez muertos me consuelan y protegen como nunca lo hicieron en vida.
“He llegado a pensar que eso es el cielo: un lugar en el recuerdo de otros donde pervive lo mejor de nosotros. Quizá tengo suerte, porque a los nueve años me regalaron los fantasmas de lo mejor de mis padres y a los 23 el fantasma de lo mejor de mi amor verdadero. Y mi hermana Maisei, siempre presente, un ángel en mi hombro. Tenía 18 meses a mis nueve años, tres años a mis veinte. Ahora tiene 84 a mis 91, y sigue conmigo.
“Tal vez no sustituyen a los vivos, pero a mí no me dieron elección. Podía consolarme con su presencia o podía derrumbarme, lamentando lo que había perdido. Los fantasmas me susurraron, diciéndome que continuara”…
 

Traducción de Javier Guerrero
 

Las mujeres de Elena Ferrante


Pero a veces —especialmente cuando me arreglaba no solo para hacer buen papel en general, sino para un hombre— me parecía que prepararme (esta era la palabra) tenía algo de ridículo. Todo ese trajín, todo ese tiempo dedicado a disfrazarme cuando podía estar haciendo otra cosa. Los colores que me quedan bien, los que no me quedan bien, los modelos que me adelgazan, los que me engordan, el corte que me favorece, el que no me sienta bien. Una larga y costosa preparación. Un convertirme en mesa dispuesta para el apetito sexual del macho, en vianda bien adobada para que se le haga la boca agua. Y después la inquietud de no estar a la altura, de no parecer guapa, de no haber conseguido ocultar con destreza la vulgaridad de la carne con sus humores, sus olores, sus deformidades. Pág. 417



Elena Ferrante
Celia; Filipetto Isicato (Traductora).

lunes, 25 de abril de 2016

El domador de leones


Por primera vez en mucho tiempo, sintió como una punzada el deseo de hacerse a la mar. Pero no habría sido posible ni aunque hubiera tenido un barco: la capa de hielo era demasiado gruesa y los pocos barcos que habían arrastrado a tierra estaban helados en el puerto. En eso se parecían a ella. Así se había sentido todos aquellos años: tan cerca de su elemento natural y, aun así, incapaz de salir de su prisión.    

Sobrevivió gracias a Jonas. El amor que sentía por él era tan fuerte que todo lo demás palidecía. Durante toda su vida, ella estuvo preparada para poder interponerse entre él y el tren desbocado que ahora estaba a punto de arrollarlo. Estaba preparada y no abrigaba la menor duda. Todo lo que hacía por Jonas, lo hacía con alegría.    

Se detuvo y contempló el busto de Ingrid Bergman. Estuvo con Jonas en la ceremonia de inauguración. También presentaron la variedad de rosa que habían cultivado en su memoria. Jonas estaba expectante. Los hijos de Ingrid iban a asistir, y también la novia del hijo, Carolina de Mónaco. Jonas tenía esa edad en la que el mundo está lleno de caballeros y dragones, príncipes y princesas. Seguramente, habría preferido ver a un caballero, pero una princesa también le valía. Era muy enternecedor ver el entusiasmo con el que se preparó para asistir al gran acontecimiento. Se peinó con gomina y recogió flores del jardín, dicentra y campanillas, que acabaron bastante ajadas en sus manos sudorosas antes de que llegaran a la plaza. Como era de suponer, Einar se burló de él sin compasión, pero, por una vez, Jonas no le hizo caso. Solo pensaba en que iba a ver a una princesa de verdad.    

Helga aún recordaba la expresión de sorpresa y decepción cuando le señaló a Carolina de Mónaco. La miró temblando y dijo:   

 —Pero mamá, es como una señora cualquiera

El domador de leones
Camilla Lackberg
Maeva, 2015

sábado, 2 de abril de 2016

Los besos en el pan


Los españoles siempre hemos sido pobres, incluso en la época en que los reyes de España eran los amos del mundo, cuando el oro de América atravesaba la península sin dejar a su paso nada más que el polvo que levantaban las carretas que lo llevaban a Flandes, para pagar las deudas de la Corona. En el Madrid de mediados del siglo XX, donde un abrigo era un lujo que no estaba al alcance de las muchachas de servicio ni de los jornaleros que paseaban por las calles para hacer tiempo, mientras esperaban la hora de subirse al tren que los llevaría muy lejos, a la vendimia francesa o a una fábrica alemana, la pobreza seguía siendo un destino familiar, la única herencia que muchos padres podían legar a sus hijos. Y sin embargo, en ese patrimonio había algo más, una riqueza que los españoles de hoy hemos perdido.  

Por eso los mayores tienen menos miedo. Ellos hacen memoria de su juventud y lo recuerdan todo, el frío, los mutilados que pedían limosna por la calle, los silencios, el nerviosismo que se apoderaba de sus padres si se cruzaban por la acera con un policía, y una vieja costumbre ya olvidada, que no supieron o no quisieron transmitir a sus hijos. Cuando se caía un trozo de pan al suelo, los adultos obligaban a los niños a recogerlo y a darle un beso antes de devolverlo a la panera, tanta hambre habían pasado sus familias en aquellos años en los que murieron todas esas personas queridas cuyas historias nadie quiso contarles.

Los niños que aprendimos a besar el pan hacemos memoria de nuestra infancia y recordamos la herencia de un hambre desconocida ya para nosotros, esas tortillas francesas tan asquerosas que hacían nuestras abuelas para no desperdiciar el huevo batido que sobraba de rebozar el pescado. Pero no recordamos la tristeza. 

Los besos en el pan
Almudena Grandes
Tusquets Editores, 2015