jueves, 26 de mayo de 2016

Sumisión

   En cuanto llegué al restaurante vasco al que había invitado a cenar a Aurélie, comprendí que iba a ser una velada siniestra. A pesar de las dos botellas de Irouléguy blanco que me bebí prácticamente solo, sentí una creciente dificultad, que pronto se volvió insalvable, para mantener un nivel razonable de comunicación calurosa. Sin que lograra verdaderamente explicármelo enseguida me pareció indelicado y casi impensable evocar recuerdos comunes. En cuanto al presente, era evidente que Aurélie no había logrado entablar una relación conyugal, que las aventuras ocasionales cada vez la hastiaban más, en resumen, que su vida sentimental se encaminaba a un desastre irremediable y absoluto. Sin embargo, lo había intentado por lo menos una vez, como comprendí por diversos indicios, y no se había recuperado de ese fracaso, el resentimiento y la acritud con que evocaba a sus colegas masculinos (a falta de algo mejor, nos pusimos a hablar de su vida profesional, era responsable de comunicación en el sindicato interprofesional de los vinos de Burdeos y por consiguiente viajaba mucho, en particular a Asia, para promocionar los vinos franceses) revelaban con cruel evidencia que estaba muy castigada. Me sorprendió cuando, sin embargo, me invitó, justo antes de salir del taxi, a «tomar una última copa», está realmente para el arrastre, me dije, ya sabía en cuanto se cerraron las puertas del ascensor detrás de nosotros que no pasaría nada, no me apetecía siquiera verla desnuda, hubiera preferido evitarlo pero, sin embargo, ocurrió y no hizo más que confirmar lo que ya presentía: no sólo estaba castigada en el terreno emocional sino que su cuerpo también había sufrido daños irreparables, sus nalgas y sus senos eran superficies de carne enflaquecidas, reducidas, fláccidas y colgantes, ya no podría ser considerada nunca un objeto de deseo.

Mi cena con Sandra se desarrolló más o menos siguiendo el mismo esquema, salvo variaciones individuales (restaurante de marisco, cargo de secretaria de dirección en una multinacional farmacéutica) y la conclusión fue a grandes rasgos idéntica salvo que Sandra, más rolliza y jovial que Aurélie, me dio una sensación de desamparo menos profunda. Su tristeza era muy grande, irremediable, y sabía que acabaría anegándolo todo; al igual que Aurélie, en el fondo no era más que un pájaro cubierto de chapapote, pero conservaba, por así decirlo, mayor capacidad para batir las alas. En uno o dos años habría dejado de lado cualquier ambición matrimonial, su sensualidad aún no extinguida del todo la empujaría a buscar la compañía de jóvenes, se convertiría en lo que en mi juventud se llamaba una cougar y eso duraría sin duda unos años, una decena en el mejor de los casos, hasta que el decaimiento esta vez insalvable de sus carnes la conduciría a una soledad definitiva.          

Sumisión
Michel Houellebecq
Anagrama
Traducción de Joan Riambau 

miércoles, 25 de mayo de 2016

Un paseo por la sombra

  
Antes de aquel domingo recibí dos visitas. una de Shelagh Delaney, que me confesó que detestaba las manifestaciones, las algaradas y en general cualquier concentración masiva, pero que suponía que no nos quedaba más remedio que ir. Exactamente lo que sentí yo. La otra fue de Vanessa Redgrave, profundamente excitada, como una joven y hermosa Juana de Arco, o una Bodiacea, hablando sin cesar de la brutalidad de la policía. Se hacía tarde e insinué que tenía ganas de acostarme. Se puso en pie con toda su elegante altura e inquirió: "¿Cómo puedes siguiera pensar en ir a dormir en una noche así?". Es un tópico que la etapa que uno acaba de superar resulta intolerable cuando la ve en otro. Y yo pensaba: "Dios mío, así era yo no hace tanto tiempo. ¿Cómo me soportaban los demás?".
Un paseo por la sombra
Doris Lessing
Ediciones Destino
Traducción de María Faidella


martes, 17 de mayo de 2016

Diario de una buena vecina

   De repente sonríe. Se viste su grueso abrigo de escarabajo y su sombrero de verano, de paja negra, y nos dirigimos al Rose Garden Restaurant. Encuentro una mesa alejada del paso de la gente, con rosales tras ella y lleno una bandeja de pasteles de crema y pasamos la tarde allí. Comió y comió, a su manera lenta, apasionada, que quiere decir: ¡voy a meterme esto dentro mientras pueda!... y luego se limitó a permanecer sentada y a mirar y mirar. Sonreía, estaba encantada. Oh, pequeños, pequeños, repitió, pequeños... a los gorriones, a las rosas, a un niño en su cochecito cerca de ella. Pude advertir que ella estaba fuera de sí con un placer feroz, casi rabioso, este mundo cálido de luz era como un espléndido regalo. Porque lo había olvidado, en aquel triste sótano, en aquellas tristes calles.
   Me preocupaba que fuera excesivo para ella dentro de aquel grueso caparazón negro, porque hacia mucho calor y había mucho ruido. Pero ella no quería irse. Se quedó allí hasta que cerraron.
   Y cuando la acompañé a casa iba cantando ensoñadoramente, la acompañé hasta la puerta y me dijo:
   -No, déjeme, déjeme, quiero estar sola y pensar en esto. Ah, tengo que pensar en tantas cosas maravillosas.
   Lo que me sorprendió, al verla a plena luz del día, fue su color amarillo. Unos ojos azules brillantes en una cara que parece pintada de amarillo.


Diario de una buena vecina
Doris Lessing
1993. Ediciones B
Traducción de Marta Pessarrodona

lunes, 9 de mayo de 2016

Estupor y temblores


Mi vida era un infierno: trombas de números con comas y decimales se abalanzaban incesantemente sobre mí. Se mutaban en mi cerebro formando un magma opaco y no podía diferenciarlos unos de otros. Un oculista certificó que mi vista no tenía nada que ver en el asunto. Las cifras, cuya tranquila y pitagoriana belleza yo siempre había admirado, se convirtieron en mis enemigas. La calculadora también me quería mal. A mis numerosas limitaciones psicomotrices había que añadir otra: cuando debía presionar las teclas durante más de cinco minutos, mi mano se encontraba de pronto tan enviscada como si acabara de hundirla en una espesa y pegajosa masa de puré de patatas. Cuatro de mis dedos permanecían irremediablemente inmovilizados; sólo el índice conseguía emerger hasta alcanzar las teclas, con una lentitud y una torpeza incomprensibles para quien no supiera de la existencia de las patatas invisibles. (…) Empezaba observando cada nuevo número con la misma sorpresa que debió de sentir Robinson al encontrar a un indígena en aquel desconocido territorio; a continuación, mi mano entumecida intentaba reproducirlo sobre el teclado (…)

—¿Está usted segura de que no lo hace adrede?

—Absolutamente segura.

—¿Hay mucha gente... como usted en su país?

Era la primera belga que conocía. Un sobresalto de orgullo nacional me llevó a decir la verdad:

—Ningún belga se parece a mí.

Estupor y temblores
Amélie Nothomb
Anagrama, 2000

*Así me imagino yo a la señorita Mori Fubuki

miércoles, 4 de mayo de 2016

El héroe discreto


El padre O’Donovan debía ser el único religioso que se desplazaba por la vasta Lima no en ómnibus ni colectivos, sino en bicicleta. Decía que era el único ejercicio que hacía, pero que lo practicaba de manera tan asidua que lo mantenía en excelente estado físico. Por lo demás, le gustaba pedalear. Mientras lo hacía pensaba, preparaba sus sermones, escribía cartas, programaba los quehaceres del día. Eso sí, había que estar todo el tiempo muy alerta, sobre todo en las esquinas y en los semáforos que en esta ciudad nadie respetaba, y donde los automovilistas manejaban más con la intención de atropellar a los peatones y a los ciclistas que la de llevar su vehículo a buen puerto. Pese a ello, él había tenido suerte, pues, en más de veinte años que llevaba recorriendo toda la ciudad en dos ruedas, apenas lo habían atropellado una vez, sin mayores consecuencias, y sólo le habían robado una bicicleta. ¡Excelente balance! 

El sábado, a eso del mediodía, Rigoberto y Lucrecia, que espiaban la calle desde la terraza del penthouse donde vivían, vieron aparecer al padre O’Donovan pedaleando furiosamente por el malecón Paul Harris de Barranco. Sintieron gran alivio. Les parecía tan raro que el religioso hubiera demorado tanto la cita para darles cuenta de su conversación con Fonchito que, incluso, temieron que se inventara una excusa de último momento para no venir. ¿Qué podía haber pasado en esa conversación para que se mostrara tan reticente a contársela?

Justiniana bajó a la calle a decirle al portero que permitiera al padre O’Donovan meter su bicicleta al edificio para ponerla a salvo de los ladrones y lo acompañó en el ascensor. Pepín abrazó a Rigoberto, besó a Lucrecia en la mejilla, y pidió permiso para ir al baño a lavarse las manos y la cara pues venía sudando. 

—¿Cuánto te demoraste en tu bicicleta desde Bajo el Puente? —le preguntó Lucrecia. 

—Apenas media hora —dijo él—. Con los embotellamientos que hay ahora en Lima, en bicicleta se va más rápido que en un auto

*La imagen es de Piura

El héroe discreto
Mario Vargas Llosa
Alfaguara, 2013