La gente nos observó con especial atención cuando salimos del bar, porque a nadie le gustaba la idea de lo que se suponía que íbamos a hacer a continuación: un hombre como yo y una chica como ella. Yo miraba fijamente a través del parabrisas y la cabeza de Rocky no paraba de oscilar ligeramente sobre sus hombros. Circulé por la interestatal en la que conocía unos cuantos hoteles, pero todos me parecieron demasiado iluminados, así que giré en dirección sudeste, hacia los barrios negros de la ciudad, pagué una habitación de motel que daba a un solar abandonado y a un centro comercial con las ventanas selladas. El sitio se llamaba The Starliter. Pagué en efectivo y la recepcionista, una anciana negra casi calva que esnifaba rapé, no me pidió ningún documento de identidad.
Me recordó a Matilda, la cocinera de la casa de acogida que nos preparaba huevos deshidratados con morcilla. La habitación tenía una única cama doble y el aire acondicionado hacía tintinear el cristal de la ventana. Rocky fue al baño mientras yo me quitaba las botas, guardaba la pistola en una de ellas y las metía debajo de la cama junto con la caja de seguridad. Me quité la cazadora y el cinturón y me acomodé en la única silla de la habitación, con las piernas estiradas y los ojos cerrados encarados hacia el techo, con la esperanza de que el mundo dejara de dar vueltas por un momento.
Oí el chasquido de la puerta del lavabo y entreabrí los ojos. Rocky entró en la habitación en bragas y camiseta sin mangas, con la melena corta mojada y peinada hacia atrás. La bombilla del baño la iluminaba como a una de esas chicas sofisticadas de los pósteres de las revistas. Dejó el resto de su ropa plegada debajo del bolso en una esquina; yo mantuve los ojos entrecerrados para hacerme el dormido. Se acercó a mí y percibí su olor, un aroma almizclado y floral. Me puso una mano en el hombro.
—¿Roy?
Galveston
Nick Pizzolato
Salamandra, 2010