lunes, 14 de septiembre de 2015

Blitz

   Pensé que Marta no quería hacer el amor conmigo porque seguía enfadada. Al volver de la calle había pisoteado con mis botas la moqueta de la habitación y las suelas dejaron manchas de humedad con los restos de nieve. ¿Cómo no se te ocurre descalzarte antes de mojarlo todo?, se quejó mientras señalaba los charquitos en la alfombra. Yo traté de bromear. ¿A quién se le ocurre cubrir con moqueta el suelo de una habitación de hotel? A mí me da asco pisar la alfombra que han pisado mil tipos antes que yo, es algo sucio. Es como bañarte en la bañera con agua del anterior huésped. Mira, aquí creo que hay restos de un tipo que se masturbó hace tres meses y aquí queda una mancha de vino o de sangre, de la chica que tuvo la regla hace dos fines de semana, ah, mira, si hasta hay un tipo enano que está saludando aquí metido, ¿lo ves?, se ha debido quedar a vivir en la alfombra, hola, señor Muller, ¿quiere que le pida algo de cena o le basta con las miguitas del desayuno que van dejando los que pasan por la habitación? Ah, perdón, no le interrumpo. Es que está domando a una cucaracha. Pero Marta no se reía con mi comedia ya desbocada en la que yo les hablaba a seres diminutos escondidos entre el bosque de la moqueta.
 
Blitz
David Trueba
Anagrama, 2015

domingo, 6 de septiembre de 2015

Soy Pilgrim


Los domingos solía ir paseando hasta la Bebelplatz. Lo que me atraía de aquel lugar no era su grandiosa arquitectura, sino la maldad que se respiraba allí.  
—¿Qué maldad? —me preguntó.  
—Una noche del mes de mayo de 1933, los nazis invadieron esa plaza con una muchedumbre armada con antorchas y saquearon la biblioteca de la Universidad Friedrich-Wilhelm, que estaba al lado. Cuarenta mil personas lanzaban vítores al tiempo que echaban al fuego veinte mil libros de autores judíos. Muchos años más tarde, se incrustó una placa de cristal en el suelo para marcar el lugar exacto en el que se había hecho aquella hoguera. Al otro lado del cristal, se ve una habitación subterránea, toda blanca, forrada de estanterías, desde el suelo hasta el techo...  
—¿Una biblioteca vacía? —adivinó el Susurrador.  
—Exacto —repuse—, ése es el mundo en el que estaríamos viviendo si hubieran vencido aquellos fanáticos.
—Es una buena forma de conmemorarlo —admitió el Susurrador al tiempo que asentía con la cabeza—. Mejor que una maldita estatua.

Soy Pilgrim
Terry Hayes

La chica del tren

Megan sigue desaparecida y he mentido —repetidamente— a la policía.     

Cuando llegué anoche a casa estaba asustada. Intenté convencerme de que habían venido a verme por lo del accidente con el taxi, pero eso no tenía ningún sentido. Ya había hablado con un policía en la escena del atropello: estaba claro que había sido culpa mía. Así pues, la visita tenía que estar relacionada con los acontecimientos de la noche del sábado. Debía de haber hecho algo. Debía de haber cometido algún acto terrible que no recordaba.     Sé que parece improbable. ¿Qué podría haber hecho? ¿Ir a Blenheim Road, atacar a Megan Hipwell, deshacerme de su cadáver en algún lugar y luego olvidarlo todo? Suena ridículo. Es ridículo. Pero sé que el sábado pasó algo. Lo supe en cuanto miré ese oscuro túnel que cruza por debajo de la línea del tren y la sangre se me congeló en las venas.

Las lagunas mentales existen, y no me refiero únicamente al hecho de no recordar bien cómo se regresó del club a casa o a haber olvidado aquello tan gracioso de lo que se habló en el pub. Es distinto. Me refiero a una negrura absoluta, a horas perdidas que ya nunca se recordarán.

La chica del tren
Paula Hawkins

El amante japonés

El chofer la trasladó con el gato y dos maletas. Una semana más tarde, Alma renovó su carnet de conducir, que no había necesitado en varias décadas, y compró un Smartcar verde limón, tan pequeño y liviano, que en una ocasión tres muchachos traviesos le dieron la vuelta a pulso cuando estaba estacionado en la calle y lo dejaron con las ruedas al aire, como una tortuga patas arriba. La razón de Alma para escoger ese automóvil fue que el color estridente lo hacía visible para otros conductores y que el tamaño garantizaba que si por desgracia atropellaba a alguien, no lo mataría. Era como conducir un cruce entre bicicleta y silla de ruedas.

 
—Creo que mi abuela tiene problemas serios de salud, Irina, y por soberbia se encerró en Lark House, para que nadie se entere —le dijo Seth.    
—Si fuera cierto ya estaría muerta, Seth. Además, nadie se encierra en Lark House. Es una comunidad abierta donde la gente entra y sale a su antojo. Por eso no se admiten pacientes con Alzheimer, que pueden escaparse y perderse.    
—Es justamente lo que me temo. En una de sus excursiones a mi abuela puede pasarle eso.    
—Siempre ha vuelto. Sabe dónde va y no creo que vaya sola.    
—¿Con quién, entonces? ¿Con un galán? ¡No estarás pensando que mi abuela anda en hoteles con un amante! —se burló Seth, pero la expresión seria de Irina le cortó la risa.    
—¿Por qué no?    
—¡Es una anciana!    
—Todo es relativo. Es vieja, no anciana. En Lark House, Alma puede ser considerada joven. Además, el amor se da a cualquier edad. Según Hans Voigt, en la vejez conviene enamorarse; hace bien a la salud y contra la depresión

El amante japonés
Isabel Allende

La mujer que arañaba las paredes

—Hola, me llamo Assad —se presentó, tendiendo una mano peluda que había hecho de todo en la vida.
Carl no se dio cuenta enseguida de dónde estaba y con quién hablaba. Tampoco había sido una mañana emocionante. De hecho se había quedado profundamente dormido con los pies encima de la mesa, con el cuaderno de Sudokus en la barriga y la barbilla hundida en la pechera de la camisa. La raya por lo general tan perfecta parecía un gráfico de ritmo cardíaco. Bajó de la mesa las piernas casi paralizadas y se quedó mirando al tipo bajo y moreno que tenía delante. 

Seguro que era mayor que Carl.

Y seguro que no lo habían reclutado en el pueblecito del que procedía Carl.

—Assad, vale —respondió Carl, aturdido. ¿Qué le importaba a él?

—Eres Carl Mørck, por lo que pone en la puerta. Dicen que tengo que ayudarte. ¿Es verdad?

Carl entornó un poco los ojos y sopesó la frase. ¿Ayudarlo?

—Joder, espero que sí —dijo por fin.

Departamento Q. La mujer que arañaba las paredes
Jussi Adler-Olsen

*En la foto, Carl Mørck y Assad en la película Misericordia, basada en el libro.