sábado, 14 de abril de 2018

La hija del este

Ana Mladic de rojo junto a su padre
«El nacionalismo es absurdo —sostenía Danilo—, sentirse orgulloso de ser serbio y no esloveno es tan idiota como alegrarse de vivir en el piso quinto primera y no en el tercero segunda. Dónde naces, a qué raza perteneces, es un puro accidente, como ser rubio o moreno y calzar un cuarenta y cuatro o un cuarenta y dos. Mira ese árbol: ¡es serbio! ¿Lo sientes más tuyo que, pongamos por caso, un abeto de los Alpes suizos?¿Darías la vida por ese jodido árbol?» 

Y sí, ella daría la vida por su país, con los ojos cerrados. Por más que Danilo sostuviera que los seres humanos son iguales en todas partes, que hay personas valientes y cobardes, honradas y deshonestas en todos los países, no se podía negar que había algo especial que caracterizaba a los serbios: el alma serbia. El serbianismo, esa esencia que compartían todos los descendientes del rey Lazar: el inat, la constancia, la obstinación, la tenacidad que había permitido sobrevivir a un pueblo perseguido y sojuzgado a lo largo de la historia por los turcos, los austro-húngaros, los alemanes y ahora… ¡todos los países occidentales!

(...)

Hermann Göring, el fundador de la Gestapo, dejó dicho: «Por supuesto la gente no quiere guerra; no la quieren los ingleses, ni los americanos, ni tampoco los alemanes. Es comprensible. Es tarea de los líderes del país encaminarlos, dirigirlos hacia ella. Es muy fácil: todo lo que tienes que decirles es que están siendo atacados, denunciar a los pacifistas por falta de patriotismo y por poner al país en peligro. Funciona igual en todos los países, sean democracias, monarquías o dictaduras.» Hay que meterles miedo, hay que inoculárselo, hay que empacharles de miedo como se atraca de comida a las ocas hasta que se les pudre el hígado para hacer paté, hay que procurar que ese miedo fermente y se convierta en odio, un odio absoluto, irracional, desbocado… Eso Slobo lo comprendió enseguida. Después de la revolución antiburocrática, tuvo otra idea: todos los serbios en un solo estado (líderes menos sutiles o delicados que Slobo, demasiadopatriotas y demasiado viriles para emplear eufemismos, lo llamaban de otra forma: la Gran Serbia; ésa era la tarea pendiente, el gran desafío: había que crearla). La prensa oficial se llenó de artículos sobre la explotación económica que sufrían los serbios a manos de croatas y eslovenos. Se denunció sin descanso la discriminación que padecían las minorías serbias fuera de Serbia. Se nos recordó oportunamente el genocidio ustacha y los crímenes contra los serbios en la segunda guerra mundial. Programas, documentales y series de televisión recrearon con profusión aquellas atrocidades. Dos psiquiatras serbios, pertenecientes a esas oprimidas minorías, los serbios de las krajinas (zonas fronterizas entre el antiguo imperio otomano y el igualmente extinto imperio austrohúngaro, donde los serbios que huían hallaron refugio bajo la condición de defender al imperio austriaco de la amenaza turca; serbios guerreros, pues, serbios muy serbios), el doctor Jovan Rašković en Croacia y el doctor Radovan Karadžić en Bosnia-Herzegovina, sembraron el miedo y lo regaron sin descanso, anticipando una gran cosecha de odio.

La hija del Este
Clara Usón
Seix Barral, 2012