lunes, 30 de enero de 2017

El bar de las grandes esperanzas


—¿Me dejas que te diga una cosa? —me preguntó el cura—. ¿Sabes por qué Dios inventó a los escritores? Porque le encantan las buenas historias. Y las palabras le traen sin cuidado. Las palabras son las cortinas que colgamos entre Él y nuestro verdadero yo. Tú intenta no pensar en las palabras. No te esfuerces en buscar la frase perfecta. Eso no existe. Escribir es cuestión de adivinar. Cada frase es un tanteo educado, tanto del lector como tuyo. Piénsalo así la próxima vez que metas una hoja de papel en la máquina de escribir.
 Saqué mi cuaderno de notas de Yale de mi mochila.
 —¿Le importaría que anotara eso, padre? Estoy intentando adquirir el hábito de escribir las cosas que me dicen las personas inteligentes.    
 Señaló el cuaderno, con anotaciones que ocupaban tres cuartas partes.    
—Se ve que te has tropezado con un montón de gente lista.    
—En su mayoría son cosas que he oído en el Publicans. Así se llama el bar de mi tío.    
—Es cierto lo que dices sobre camareros y sacerdotes. —Miró por la ventanilla—. Dos vocaciones concordantes. Los dos oímos confesiones, y los dos servimos vino. En la Biblia no salen pocos publicanos, aunque la palabra significaba otra cosa en tiempos de Jesús. «Publicanos y pecadores», creo que dice la expresión. Son sinónimos.    
—A mí prácticamente me criaron los publicanos. Mi tío y los hombres del bar me echaban un ojo cuando no estaba mi madre.    
—¿Y tu padre?    
Pasé las páginas del cuaderno y no respondí.    
—Bueno —dijo el cura—. Bueno. Tuviste suerte de que tantos hombres te echaran una mano.    
—Sí, padre. Es cierto.    
—La gente no entiende que se necesitan muchos hombres para crear a un hombre bueno. La próxima vez que vayas a Manhattan y veas que construyen uno de esos poderosos rascacielos, fíjate en cuántos hombres hay implicados en la operación. Pues el mismo número se necesita para construir un hombre sólido que para construir una torre.

El bar de las grandes esperanzas
JR Moehringer
Duomo Ediciones, 2015

viernes, 13 de enero de 2017

Todo esto te daré


—Llevo dos años en este convento y la verdad es que apenas he salido de la biblioteca —dijo sonriendo—, me gusta pensar que soy el heredero de la tradición de uno de aquellos frailes que dedicaron su vida entera a transcribir un libro, aunque yo lo hago en una versión bastante más moderna y menos interesante —añadió, haciendo un amplio gesto hacia un grupo de estanterías metálicas colocadas en hilera en una zona oscura de la biblioteca.

Los legajos tenían un aspecto viejo, aunque aparecían bien ordenados.

—No me diga que son los ficheros del seminario —dijo Manuel impresionado.

El fraile asintió satisfecho por su consideración.—

Así estaba todo cuando yo llegué. Realmente, aquí nunca había habido un hermano bibliotecario; distintos frailes, lo que yo llamo gatos de biblioteca, se habían ido ocupando del mantenimiento de los libros y de los ficheros y, aunque con muy buena voluntad, lo habían hecho como Dios les dio a entender —dijo riéndose de la broma—. Cuando llegué no había ni un solo documento informatizado. Los ficheros y los legajos se acumulaban en cajas de cartón apoyadas contra la pared del fondo y casi hasta el techo.

—¿Hasta qué año ha llegado?—Hasta 1961.

En 1961, Álvaro ni siquiera había nacido.

Todo esto te daré
Dolores Redondo
Planeta, 2016

*La foto es de la Ribeira Sacra