jueves, 22 de febrero de 2018

Niebla en Tánger


En marzo de 1928, aún sin curarme de los desvelos que me causaba Samir, los Bensalóm nos invitaron a celebrar el Purim con una comida que organizaban en un salón del hotel Continental, uno de los más lujosos de la ciudad. Era evidente la intención de formalizar mi matrimonio de una vez con el joven del belfo, o liberarle de todo compromiso conmigo para que pudiera elegir a otra muchacha de buena posición. Íbamos a cumplir los veinte. Aunque son solo los niños los que se disfrazan durante el Purim, se invitaba a la juventud a que lo hiciéramos también como si se tratara de una fiesta de máscaras. Mamá Ada se empeñó en buscarme el disfraz más apropiado para que luciera mi belleza del norte, siempre bajo el manto de la más pura discreción, y yo me empeñé en estar tan fea que el joven no quisiera ni mantenerme la mirada. Finalmente la batalla se inclinó de mi lado. Mamá Ada había elegido un disfraz de pastora con cayado y oca viva. Fue verlo y echarme a llorar. Tuvo que ser Ankara quien le explicase los recuerdos que despertaba en mí aquel disfraz maldito. Los episodios más terribles de mi infancia se me vinieron encima: la mancha en la pechera de mi madre, en la mía, el niño ruso, la muerte. Mamá Ada sufrió un ataque de nervios que no se le calmó ni con un litro de tila, ordenó a una sirvienta que devolviera el disfraz a los almacenes y cocinaran la oca inocente para los pobres, cumpliendo así con el precepto de dar limosna el día antes del Purim. Me negué a ir a la comida, pero a última hora recapacité y vi la oportunidad de librarme para siempre de la amenaza que se cernía sobre mi felicidad desde hacía tiempo. Me disfracé de gaucho argentino. Mamá Ada no se atrevió ni a suspirar cuando me vio descender por la escalera con mis pantalones de cuero, mi chaqueta con flecos, mis botas de espuela, mi sombrero de ala ancha por el que sobresalía una coleta rubia, y el látigo enrollado en una mano, dispuesto a flagelar las esperanzas de cualquier joven que deseara contraer un matrimonio duradero con una muchacha dócil. Papá Arón dio un respingo mientras recitaba los versos de un salmo del rey David.

 —¿No habéis encontrado algo más masculino? —preguntó

Niebla en Tánger
Cristina López Barrio
Planeta, 2017

El fuego invisible


—Está bien. ¿Y  si cambiamos de tema? ¿Qué te apetece tomar? —la interrogué, notando su alivio mientras examinábamos la carta de arriba abajo—. Veo que tienen unos cócteles maravillosos y una gran selección de champanes. Si te parece, podríamos tomar una copa de Salon Blanc de Blancs 99 para empezar. Es uno de mis favoritos.
El camarero asintió, aprobando mi elección.
—No, no... —Paula negó con la cabeza—. Esta noche no tengo el ánimo para champán. Con una copa de vino blanco bastará.
 —¿Alguno en especial?
Pese a que era ella la que debía de estar familiarizada con la carta, la vi dudar. Me pareció que su mente aún seguía en la conversación que acabábamos de zanjar y decidí sacarla de aquel compromiso.
—No te preocupes. ¿Te parece que pida por los dos?
 —Por favor.
—Excelente —dije, pasando la mirada del camarero a la lista de vinos—. Tráiganos una botella de Perro Verde. Me parece que es perfecta para la tarde que llevamos.
Pau esbozó un tímido gesto de fastidio.
—¿Te apetece algo en especial? Esta carta es espectacular —susurré.
—La cocina aquí es deliciosa. ¿Qué tal si pedimos unos baos de gamba y wakame y un usuzukuri de toro y tomate?
—Estupendo. Pero me gustaría probar también el niguiri de huevo de codorniz con caviar y el tataki de lomo de wagyu. De repente tengo hambre.
 —¿Podremos con todo eso? —preguntó.

El fuego invisible
Javier Sierra
Planeta, 2017