miércoles, 30 de diciembre de 2015

Libertad

Se me ha concedido la oportunidad de participar en la música pop convencional y fabricar chicles, y ayudar a convencer a los chicos de catorce años de que la imagen y la sensación creadas por los productos de Apple Computer indican el compromiso de Apple Computer para convertir el mundo en un lugar mejor. Porque convertir el mundo en un lugar mejor es guay, ¿no? Y Apple Computer debe de estar mucho más comprometida con un mundo mejor, porque los iPods son mucho más guays que otros reproductores de MP3, y por eso mucho más caros e incompatibles con el software de otras marcas, porque... bueno, la verdad es que no está muy claro por qué en un mundo mejor los productos más superguays deben dejar unos beneficios superescandalosos a un reducidísimo número de habitantes de dicho mundo mejor, puede que éste sea uno de esos casos en que tienes que dar un paso atrás y observar las cosas con perspectiva y entender que llegar a tener tu propio iPod es en sí mismo lo que convierte al mundo en un lugar mejor. Y eso es lo que considero tan refrescante en el Partido Republicano. Dejan en manos del individuo la decisión de cómo podría ser un mundo mejor. Es el partido de la libertad, ¿no? Por eso no me explico por qué esos moralistas cristianos intolerantes tienen tanta influencia en el partido. Esa gente es muy antielección. Algunos incluso se oponen al culto al dinero y los bienes materiales. Creo que el iPod es la verdadera cara de la política republicana, y yo soy partidario de que la industria de la música se ponga seriamente al frente de esto y sea más activa políticamente, y se levante orgullosa y diga en voz alta: a nosotros los del sector de la fabricación de chicle no nos interesa la justicia social, no nos interesa la información precisa y objetivamente comprobable, no nos interesa el trabajo con sentido, no nos interesa un conjunto coherente de ideas nacionales, no nos interesa la sabiduría. Nos interesa elegir lo que ‘nosotros’ queremos escuchar y pasar de todo lo demás. Nos interesa ridiculizar a la gente que tiene la poca educación de no querer ser guay como nosotros. Nos interesa concedernos un capricho para sentirnos bien cada cinco minutos sin tener que pensar. Nos interesa la implacable explotación y aplicación de nuestros derechos de propiedad intelectual. Nos interesa convencer a los niños de diez años para que gasten veinticinco dólares en una fundita de silicona guay para el iPod, cuya fabricación le cuesta a la filial autorizada de Apple Computer treinta y nueve centavos.

Libertad
Jonathan Franzen
Salamandra, 2011

lunes, 14 de diciembre de 2015

Asuntos internos

Colgó el abrigo y pensó que también podía quitarse la chaqueta. Había colegas en Jefatura que pensaban que los tirantes eran un signo de afectación, pero había perdido casi seis kilos y no le gustaba llevar cinturón. No eran unos tirantes llamativos: azul oscuro, sobre una camisa azul claro, y se había puesto una corbata rojo oscuro. Dejó la chaqueta en el respaldo de la silla, la alisó en los hombros, se sentó, abrió los cierres de la cartera y sacó los papeles sobre Glen Heaton. Heaton era la razón del conciso aplauso. El caso Heaton había sido un éxito. Él y su equipo habían tardado casi un año en instruirlo y la oficina del fiscal acababa de aceptarlo: tras ser amonestado e interrogado, Heaton iría a juicio. 

Glen Heaton: quince años en el Cuerpo como agente, once de ellos en el DIC, y la mayor parte de éstos infringiendo las reglas en provecho propio. Pero se había pasado demasiado de la raya, filtrando información no sólo a sus amigos de los medios de comunicación, sino también a los delincuentes. Y eso le había acercado cada vez más a la órbita de atención de Asuntos Internos.

Departamento de Investigación de Conducta, nombre completo que recibía su oficina, integraba a los polis que investigaban a otros polis. Eran la «Brigada silenciosa», los «Tacones de goma», en cuyo seno había otro grupo aún más reducido: la unidad de Ética Profesional.

Asuntos internos
Ian Rankin
Editorial RBA, 2010

lunes, 16 de noviembre de 2015

Lo que no te mata te hace más fuerte

Una figura corría por allí fuera, medio escondiéndose entre los árboles. Y aunque Frans sólo pudo ver a la persona unos instantes, reparó en que se trataba de un hombre corpulento que llevaba mochila y ropa oscura. Avanzaba agachándose, y había algo en su forma de moverse que le daba un aire profesional, como si se hubiera desplazado de esa manera muchas veces, quién sabía si en alguna remota guerra. Había una eficacia y una destreza en sus movimientos que Frans asoció a algo cinematográfico y amedrentador.
Quizá por eso tardó unos segundos en sacar su móvil del bolsillo. Intentó recordar cuál de los números que tenía en su lista de llamadas pertenecía a los policías. No los había introducido en sus contactos, tan sólo los había llamado para que los números quedaran registrados, pero ahora le entró la duda ¿Qué números eran los suyos? No lo sabía. Con manos temblorosas, probó con uno que se le antojó correcto. Nadie contestó; al menos al principio. Tres, cuatro, cinco tonos sonaron antes de que una voz jadeante contestara:
—Aquí Blom, ¿qué pasa?
—He visto a un hombre correr entre los árboles, junto a la casa del vecino. No sé dónde estará ahora. Pero podría estar acercándose hacia donde estáis vosotros.
—Vale, vamos a comprobarlo.
—Parecía... —continuó Frans.
—¿Qué?
—No sé... rápido.

Lo que no te mata te hace más fuerte
David Lagercrantz
Editorial Destino, 2015

lunes, 14 de septiembre de 2015

Blitz

   Pensé que Marta no quería hacer el amor conmigo porque seguía enfadada. Al volver de la calle había pisoteado con mis botas la moqueta de la habitación y las suelas dejaron manchas de humedad con los restos de nieve. ¿Cómo no se te ocurre descalzarte antes de mojarlo todo?, se quejó mientras señalaba los charquitos en la alfombra. Yo traté de bromear. ¿A quién se le ocurre cubrir con moqueta el suelo de una habitación de hotel? A mí me da asco pisar la alfombra que han pisado mil tipos antes que yo, es algo sucio. Es como bañarte en la bañera con agua del anterior huésped. Mira, aquí creo que hay restos de un tipo que se masturbó hace tres meses y aquí queda una mancha de vino o de sangre, de la chica que tuvo la regla hace dos fines de semana, ah, mira, si hasta hay un tipo enano que está saludando aquí metido, ¿lo ves?, se ha debido quedar a vivir en la alfombra, hola, señor Muller, ¿quiere que le pida algo de cena o le basta con las miguitas del desayuno que van dejando los que pasan por la habitación? Ah, perdón, no le interrumpo. Es que está domando a una cucaracha. Pero Marta no se reía con mi comedia ya desbocada en la que yo les hablaba a seres diminutos escondidos entre el bosque de la moqueta.
 
Blitz
David Trueba
Anagrama, 2015

domingo, 6 de septiembre de 2015

Soy Pilgrim


Los domingos solía ir paseando hasta la Bebelplatz. Lo que me atraía de aquel lugar no era su grandiosa arquitectura, sino la maldad que se respiraba allí.  
—¿Qué maldad? —me preguntó.  
—Una noche del mes de mayo de 1933, los nazis invadieron esa plaza con una muchedumbre armada con antorchas y saquearon la biblioteca de la Universidad Friedrich-Wilhelm, que estaba al lado. Cuarenta mil personas lanzaban vítores al tiempo que echaban al fuego veinte mil libros de autores judíos. Muchos años más tarde, se incrustó una placa de cristal en el suelo para marcar el lugar exacto en el que se había hecho aquella hoguera. Al otro lado del cristal, se ve una habitación subterránea, toda blanca, forrada de estanterías, desde el suelo hasta el techo...  
—¿Una biblioteca vacía? —adivinó el Susurrador.  
—Exacto —repuse—, ése es el mundo en el que estaríamos viviendo si hubieran vencido aquellos fanáticos.
—Es una buena forma de conmemorarlo —admitió el Susurrador al tiempo que asentía con la cabeza—. Mejor que una maldita estatua.

Soy Pilgrim
Terry Hayes

La chica del tren

Megan sigue desaparecida y he mentido —repetidamente— a la policía.     

Cuando llegué anoche a casa estaba asustada. Intenté convencerme de que habían venido a verme por lo del accidente con el taxi, pero eso no tenía ningún sentido. Ya había hablado con un policía en la escena del atropello: estaba claro que había sido culpa mía. Así pues, la visita tenía que estar relacionada con los acontecimientos de la noche del sábado. Debía de haber hecho algo. Debía de haber cometido algún acto terrible que no recordaba.     Sé que parece improbable. ¿Qué podría haber hecho? ¿Ir a Blenheim Road, atacar a Megan Hipwell, deshacerme de su cadáver en algún lugar y luego olvidarlo todo? Suena ridículo. Es ridículo. Pero sé que el sábado pasó algo. Lo supe en cuanto miré ese oscuro túnel que cruza por debajo de la línea del tren y la sangre se me congeló en las venas.

Las lagunas mentales existen, y no me refiero únicamente al hecho de no recordar bien cómo se regresó del club a casa o a haber olvidado aquello tan gracioso de lo que se habló en el pub. Es distinto. Me refiero a una negrura absoluta, a horas perdidas que ya nunca se recordarán.

La chica del tren
Paula Hawkins

El amante japonés

El chofer la trasladó con el gato y dos maletas. Una semana más tarde, Alma renovó su carnet de conducir, que no había necesitado en varias décadas, y compró un Smartcar verde limón, tan pequeño y liviano, que en una ocasión tres muchachos traviesos le dieron la vuelta a pulso cuando estaba estacionado en la calle y lo dejaron con las ruedas al aire, como una tortuga patas arriba. La razón de Alma para escoger ese automóvil fue que el color estridente lo hacía visible para otros conductores y que el tamaño garantizaba que si por desgracia atropellaba a alguien, no lo mataría. Era como conducir un cruce entre bicicleta y silla de ruedas.

 
—Creo que mi abuela tiene problemas serios de salud, Irina, y por soberbia se encerró en Lark House, para que nadie se entere —le dijo Seth.    
—Si fuera cierto ya estaría muerta, Seth. Además, nadie se encierra en Lark House. Es una comunidad abierta donde la gente entra y sale a su antojo. Por eso no se admiten pacientes con Alzheimer, que pueden escaparse y perderse.    
—Es justamente lo que me temo. En una de sus excursiones a mi abuela puede pasarle eso.    
—Siempre ha vuelto. Sabe dónde va y no creo que vaya sola.    
—¿Con quién, entonces? ¿Con un galán? ¡No estarás pensando que mi abuela anda en hoteles con un amante! —se burló Seth, pero la expresión seria de Irina le cortó la risa.    
—¿Por qué no?    
—¡Es una anciana!    
—Todo es relativo. Es vieja, no anciana. En Lark House, Alma puede ser considerada joven. Además, el amor se da a cualquier edad. Según Hans Voigt, en la vejez conviene enamorarse; hace bien a la salud y contra la depresión

El amante japonés
Isabel Allende

La mujer que arañaba las paredes

—Hola, me llamo Assad —se presentó, tendiendo una mano peluda que había hecho de todo en la vida.
Carl no se dio cuenta enseguida de dónde estaba y con quién hablaba. Tampoco había sido una mañana emocionante. De hecho se había quedado profundamente dormido con los pies encima de la mesa, con el cuaderno de Sudokus en la barriga y la barbilla hundida en la pechera de la camisa. La raya por lo general tan perfecta parecía un gráfico de ritmo cardíaco. Bajó de la mesa las piernas casi paralizadas y se quedó mirando al tipo bajo y moreno que tenía delante. 

Seguro que era mayor que Carl.

Y seguro que no lo habían reclutado en el pueblecito del que procedía Carl.

—Assad, vale —respondió Carl, aturdido. ¿Qué le importaba a él?

—Eres Carl Mørck, por lo que pone en la puerta. Dicen que tengo que ayudarte. ¿Es verdad?

Carl entornó un poco los ojos y sopesó la frase. ¿Ayudarlo?

—Joder, espero que sí —dijo por fin.

Departamento Q. La mujer que arañaba las paredes
Jussi Adler-Olsen

*En la foto, Carl Mørck y Assad en la película Misericordia, basada en el libro.

domingo, 2 de agosto de 2015

La caída de los gigantes


El filósofo Bertrand Russell fue a Rusia ese año y escribió un breve libro titulado Teoría y práctica del bolchevismo, que estuvo a punto de provocar el divorcio de los Leckwith.

Russell se mostró en contra de los bolcheviques con gran vehemencia. Y, lo que es peor aún, lo hizo desde un punto de vista de izquierdas. A diferencia de los críticos conservadores, él no afirmaba que el pueblo ruso no tuviera derecho a deponer al zar, a repartir las tierras de los nobles entre los campesinos y a dirigir sus propias fábricas. Al contrario, se mostraba conforme con todo aquello. Sin embargo, atacó a los bolcheviques, no por tener los ideales equivocados, sino por tener los ideales correctos pero ser incapaces de vivir de acuerdo con ellos. De modo que sus conclusiones no podían desecharse de plano por ser propaganda.

Bernie lo leyó primero. Como todos los bibliotecarios, no soportaba que la gente escribiera en los libros, pero en este caso hizo una excepción, y garabateó las páginas con comentarios iracundos, subrayó frases y escribió «¡Sandeces!» o «¡Argumento inválido!» con lápiz en los márgenes.

Ethel lo leyó con el bebé en brazos, que ya había cumplido un año. Le pusieron Mildred, pero siempre la llamaban Millie. La Mildred mayor se había trasladado a Aberowen con Billy y ya estaba embarazada del primer hijo de ambos. Ethel la echaba de menos, aunque se alegraba de poder utilizar las habitaciones del piso de arriba de la casa. La pequeña Millie tenía el pelo rizado y, a pesar de su corta edad, una mirada coqueta que recordaba a Ethel a todo el mundo

La caída de los gigantes
Ken Follet, 2010

jueves, 16 de julio de 2015

De qué hablo cuando hablo de correr

     Como todavía no me he quitado de encima el cansancio acumulado a causa de tanto entrenamiento, apenas consigo correr con velocidad. Por la mañana, mientras corro tranquilamente a mi ritmo por la ribera del Charles, me adelantan, una tras otra, unas chicas que parecen estudiantes que acaban de ingresar en Harvard. La mayoría de ellas son bajitas y estilizadas, llevan camisetas de color fucsia con el logotipo de Harvard y colas de caballo rubias, y escuchan música en sus iPod nuevos, mientras corren en línea recta cortando el viento. Hay en ello, sin duda, algo de desafiante y de agresivo. Parecen estar acostumbradas a ir adelantando a todo el mundo. Y seguramente no están habituadas a que las adelanten. Salta a la vista que son brillantes, sanas, atractivas, serias y muy seguras de sí mismas. En la mayoría de los casos, su forma de correr no es, se mire como se mire, la idónea para las largas distancias; es propia de corredores de media distancia. Su zancada es larga y tienen un apoyo incisivo y firme. Tal vez correr tranquilamente mientas se contempla el paisaje no encaje con su mentalidad.
     En  contraste, yo estoy (aunque no me enorgullece decirlo) bastante acostumbrado a perder. Hay en este mundo un montón de cosas que exceden mi capacidad y un montón de adversarios a los que jamás vencería. Pero esas chicas tal vez no conozcan aún ese tipo de dolor. Además, lógicamente, tampoco hace falta que conozcan ahora ese tipo de cosas. Y sobre esto divago mientras contemplo el balanceo de sus pretenciosas colas de caballo y sus beligerantes piernas estilizadas. Y continúo corriendo tranquilamente, a mi ritmo, por la ribera.
     ¿Existieron en mi vida días tan radiantes como los que viven ellas? Sí, puede que sí hubieran... Pero tengo la impresión de que, aunque en aquella época yo hubiera llevado una larga cola de caballo, su vaivén no habría sido tan pretencioso como el de las suyas. Y mis piernas de entonces tampoco debían de batir el suelo con tanta fuerza como las de ellas. Pero supongo que eso es lo lógico. A fin de cuentas, ellas son brillantes estudiantes de la excelsa Universidad de Harvard.

De qué hablo cuando hablo de correr
Haruki Murakami, 2007

Billie

     Tampoco es que me hubieran maltratado a lo bestia en mi infancia, en plan hasta el extremo de acabar en la primera página del periódico local de sucesos, pero sí que me pegaban un poco todo el tiempo.
     Todo el tiempo, todo el tiempo, todo el tiempo...
     Que si una bofetadita aquí, que si una bofetadita allá, que si ahora una colleja, que si una patada en las piernas cuando pasaba por ahí o cuando ni siquiera pasaba por ahí, las manos siempre levantadas como diciendo te voy a meter una que te avío y tal, y eso me había... ¿Cómo decirlo?
     Recuerdo que un día leí a escondidas en la biblioteca del colegio un folleto sobre el alcohol que decía que, por supuesto, no había que beber, pero que si por ejemplo te pillabas una buena cogorza una noche, era como derramar un cubo de agua en el suelo: no estaba muy bien, pero bueno, pasabas la fregona, el suelo se secaba y listo, mientras que el alcoholismo, incluso bien disimulado o incluso controlado, era como un goteo continuo, y que, poquito a poco, gota a gota, al final se te hacía un agujero en el suelo. Aunque fuera un suelo súper sólido...
     Pues bien, eso eran las bofetaditas y los moretones que acumulaba sin tregua desde que era niña... No me mandaron a las páginas de sucesos ni llamaron la atención de las trabajadoras sociales, pero me perforaron la cabeza. Y por eso tenía tanto miedo siempre: hasta la más mínima corriente de aire me atravesaba de parte a parte y me derribaba. Y por aquel entonces Franck tampoco era lo bastante fuerte para taparme ese agujero como yo hubiera necesitado. Por eso nos andábamos con tantas precauciones el uno con el otro.

jueves, 25 de junio de 2015

El amor imperfecto

   Cuando Marta nació ya éramos unos expertos. Yo aquella mañana era la mamá más vieja de los pasillos del hospital, pero en la bolsa que llevaba conmigo esta vez no faltaba absolutamente nada. A eso se llama experiencia. Sin embargo, su llanto me pareció tan fuerte como para lacerarme el corazón. Yo no dejaba de pedir que la examinaran. "¿Nos oye? ¿Nos ve? ¿Podrá caminar?" había pasado muchas noches mirando en Internet y sabía que genéticamente Marta tenía todas las posibilidades de estar dotada de un oído normal e, incluso si esta frase hace que me sienta mal al pensar en ti, debo admitir que sentí un gran alivio al saber que ella tendrá un camino menos tortuoso que recorrer. Porque, si es verdad que no podría nunca elegir entre vosotros, si sabría con seguridad pedir lo mejor para vosotros.

El amor imperfecto
Sara Rattaro
Duomo ediciones
Barcelona, 2014
Título original: Non volare via

miércoles, 24 de junio de 2015

El violinista de Mauthausen



Pero no es más que una ilusión, y una de las cosas que he aprendido es que las ilusiones no siempre se cumplen, o al menos no cuando hace falta o uno quiere, o acaso se cumplen cuando ya da lo mismo. Mas también he aprendido que gracias a ilusionarse, siendo o no consciente de hacerlo en vano, se puede seguir vivo aunque solo sea por un día más, y luego otro, y otro, y así hasta llegar a esa tarde que de repente se había hecho de noche en París, a finales de verano de 1945, el primero de seis veranos - nueve, si contaba lo de España - sin guerra.

El violonista de Mauthausen
Andés Pérez Domínguez

XLI Premio de novela Ateneo de Sevilla
Ed. Algaida, 2009



domingo, 21 de junio de 2015

Vestido de novia


Aquella mañana, como tantas otras, se despertó llorando y con un nudo en la garganta, aunque no tenía ninguna preocupación concreta. En su vida, el llanto no es nada excepcional: las lágrimas la acompañan todas las noches desde que está loca. Si por las mañanas no se notara las mejillas empapadas, podría llegar a creer que pasa noches tranquilas de sueño profundo. Por las mañanas, la cara llena de lágrimas y la garganta atenazada son mera información. ¿Desde cuándo? ¿Desde que Vincent sufrió el accidente? ¿Desde su muerte? ¿Desde la primera muerte, muy anterior?

Se ha enderezado apoyándose en un codo. Se seca los ojos con la sábana mientras busca los cigarrillos a tientas y, al no encontrarlos, se acuerda de pronto de dónde está. Lo recuerda todo, lo que sucedió el día anterior, la velada... Recuerda inmediatamente que tiene que irse, salir de esa casa. Levantarse e irse, pero se queda ahí, clavada en la cama, incapaz de un gesto mínimo. Agotada.

Vestido de novia
Pierre Lemaitre

Editorial Alfaguara

miércoles, 17 de junio de 2015

BIG BROTHER

Mientras volvía a buscar a mi hermano con la vista, observé detenidamente a los pasajeros de ese vuelo, gente a cuya geometría me había vuelto tan inmune que, al principio, no capté la altanera inferencia de la mujer. Si las generaciones anteriores eran puros ángulos agudos, los norteamericanos de hoy están hechos con perpendiculares, y los que estaban al final de la cinta eran todos igual de «cuadrados». Dada la pasmosa popularidad de los tejanos de «tiro bajo», unas ajustadas pretinas cruzaban las caderas en el punto más ancho y un poco por debajo de la tripa, a la que, de vez en cuando, un top demasiado corto dejaba al descubierto en todo su convexo esplendor. Yo evitaba esa moda nada agraciada, pero con mis nueve kilos de más no me distinguía de la multitud, y me sentí personalmente insultada cuando el deportista dijo por lo bajo a su acompañante:

-Bienvenida a Iowa.

Big Brother
Shriver, Lionel
Anagrama
Traducción de Daniel Najmías


domingo, 7 de junio de 2015

Memorias de un cazador

Yermolái pertenecía  a uno de mis vecinos, un terrateniente chapado a la antigua. A los terratenientes chapados a la antigua no les gustan las "becadas"y son partidarios de las aves de corral. Tan sólo en contadas ocasiones, como el día del cumpleaños, del santo y de las elecciones, los cocineros de los terratenientes de rancio abolengo se aprestaban a condimentar aves de pico largo, y con ese apasionamiento propio del ruso cuando no sabe bien lo que hace, inventan para ellas aderezos tan complicados, que la mayoría de los comensales examinan con curiosidad y atención los manjares que les han servido, pero no se deciden en modo alguno a probarlos. Yermolái tenía orden de suminsitrar una vez al mes a la cocina del señor dos parejas de urogallos y perdices, por lo demás le estaba permitido vivir dónde y cómo quisiera. Habían renunciado a él como persona inepta para cualquier clase de trabajo, por considerarlo como un "escuerzo", como decimos en Oriol. Ni que decir tiene que lo le daban ni pólvora ni perdigones, ateniéndose a las mismas reglas, según las cuales él tampoco daba de comer a su perro.


Yermolái era un individuo de un género muy singular: despreocupado como un pájaro, bastante parlanchín, de apariencia distraída y torpe; era muy dado a la bebida, no podía estar quieto en un sitio determinado, arrastraba los pies al andar y caminaba haciendo eses, y con todo y con eso se tragaba unas cincuenta verstas en un día.

Memorias de un cazador
Iván Turguénev
Editorial Cátedra

jueves, 21 de mayo de 2015

Música para feos

    Era un viernes por la noche, o lo que es lo mismo, el momento más temido por una mujer como yo: joven, pero ya no tanto como para tener el alma y la piel libres de rasguños, y con algún recorrido a las espaldas, pero todavía no tanto como para comprarme un gato y no esperar nada más de la vida.  El temor se agrava cuando compruebas que en ese momento fatídico no tienes grabado en la agenda del móvil el número de nadie a quien puedas llamar sin que la perspectiva te inspire aburrimiento, asco o la mezcla de ambos. En esa situación, detestable y absurda, bien puede suceder que te prestes a probar alguna solución descabellada. Y eso fue, justamente lo que yo hice.
    Así fue como me dejé arrastrar por Alba, la más descerebrada, banal e imprudente de mis compañeras, a una de sus famosas correrías nocturnas, de las que, desde que yo la conocía, no había  sacado nunca nada bueno y sí más de un disgusto. Supongo que en la rapidez con que esa noche me dejé liar para lo que Alba no había podido liarme nunca antes debió de pesar alguna clase de impulso autodestructivo. No pasaba por mi mejor momento, en ningún sentido: ni en lo laboral, ni en lo personal, ni en la correspondencia de mi mente y mi cuerpo con lo que prefería que una y otra fueran. Es curioso lo poco que gobernamos nuestra existencia. Porque esa noche, en vez de estrellarme, encontré lo único hermoso y limpio que de veras he tenido.

Música para feos
Lorenzo Silva
Editorial Planeta, 2015

miércoles, 13 de mayo de 2015

A Lupita le gustaba planchar

Había dos jovencitas dentro del grupo y Lupita se dedicó a “recortarlas” duramente. Si había algo que le molestaba era la manera de vestir de las mujeres provenientes del campo. De inmediato aventaban el huipil y se enfundaban unos jeans, de ésos que se colocan a la altura de las caderas y se ponían unas ajustadas playeras por arriba del ombligo, que en conjunto no hacían otra cosa que resaltarles poderosamente la panza y las lonjas. Las imaginaba vestidas a la usanza tradicional de las comunidades indígenas de donde provenían y de inmediato recuperaban belleza y dignidad ante sus ojos. El trueque de la elegancia, originalidad y la hermosura de su ancestral vestimenta por la uniformidad de la ropa importada, fabricada en serie, carente de pasado y planeada para dar estatus a quien la portaba convertía a esas mujeres en usurpadoras. Al verlas Lupita se preguntaba ¿por qué se cortaban las trenzas y se hacían permanente igualito que el de la “Mami”?, ¿por qué se vestían de esa manera que en nada les favorecía?, ¿por qué hacían tanto esfuerzo por aparentar lo que no eran?

QUINIENTOS AÑOS ANTES          

Se castigaba con cien azotes, una multa de cuatro reales o con la prisión a aquellos que vistieran trajes indígenas. Los españoles habían prohibido su uso después de la conquista pues consideraban que los indígenas tenían que asumir una nueva manera de hablar, de vestir, de comer y de actuar bajo sus órdenes. A todos aquellos que obedecían les era permitido vestirse y alhajarse a la usanza española, como recompensa por su sometimiento a las nuevas leyes.

A Lupita le gustaba planchar
Laura Esquivel
Suma, 2014

miércoles, 6 de mayo de 2015

Trilogía del Baztán

Le dolían las piernas, la espalda, la cabeza. Sentada en la sala de espera del Instituto Navarro de Medicina Legal, pensaba en la multitud de ocasiones en las que había visto pasar a los familiares de las víctimas esperando, como ahora lo hacía ella. Recorrió la sala con la mirada, estudiando los gestos de sus compañeros, que se habían sentado juntos y susurraban con aquel tono reservado para los velatorios y que le hizo pensar en las mujeres reunidas en el caserío de los Ballarena. 

Se puso en pie y caminó hasta la ventana. Los copos grandes y secos habían blanqueado la calle amortiguando los sonidos de la ciudad, que parecía sorpresivamente detenida por la fuerza de la nevada. Pensó entonces que Elizondo estaría precioso, y más que nada en el mundo deseó volver a casa. Montes se colocó silencioso a su lado y con gesto de disculpa le tendió un vaso de papel lleno de café. Ella lo tomó de sus manos.     

—Usted sabía que estaba muerto cuando me llamó.


Señorío de Bértiz

Valle de Baztan


La foto es de @patriciatrigovil , que me descubrió la trilogía del Baztán, escrita por Dolores Redondo.

martes, 28 de abril de 2015

Corazón de napalm

Antes de liarme con Juan, yo ya había tenido varios novios, y aunque de dos o tres de ellos había estado (o me había sentido) enamorada, siempre supe que esas relaciones no iban a durar. Quizá porque soy insegura, y por tanto, celosa, y temía que me dejaran por otra (lo que sucedió más de una vez, pero no todas). Pero una causa adicional determinaba la brevedad de mis affaires sentimentales: para mantenerlos, yo hacía un esfuerzo que no estaba dispuesta a prolongar por mucho tiempo. Disimulaba y, como el actor que sólo se deja fotografiar por el perfil bueno, procuraba que mis enamorados únicamente vieran mis virtudes y mis atractivos y ponía mucho cuidado en que ni sospecharan mis defectos (no siempre lo conseguía, por supuesto). Eso significaba que al levantarme de la cama junto al novio de turno, no sólo corría a mirarme al espejo del baño para arreglarme el pelo y quitarme las legañas, sino además fingía poseer cualidades que, en verdad, no tenía, o muy ocasionalmente. Así intentaba mostrarme más desinteresada, entusiasta, paciente, ordenada y alegre de lo que era y no dejaba aflorar mis sentimientos de envidia, rencor, despecho o irritación, pues temía que, de hacerlo, se desencantaran de mí. Suponía que si llegaban a conocerme tal y como era, no podrían quererme, de ahí que pretendiera ser otra, pero ese engaño conllevaba tensión y un gran desgaste, no podía sostenerlo indefinidamente, por ello después de pasar todo un fin de semana representando a la mujer soñada, el lunes me refugiaba en mi estudio y me negaba a ver a mi amante, pues necesitaba descansar, no se puede estar actuando siempre.

Corazón de napalm
Clara Usón
Seix Barral
Premio Biblioteca Breve 2009

domingo, 26 de abril de 2015

Los olivos de Belchite

—Últimamente he estado un poco cansada —dijo.

Aparte de la visita semanal de rigor, cuando Conchita le traía un poco de comida y aceite, madre e hija se veían dos o tres veces por semana para hablar del tiempo, la cosecha, de María, Pilar, los nietos y poco más. Los encuentros se animaban cuando Soledad se les unía, pero aun así, los muchos años de distanciamiento entre madre e hija siempre pesaban. 

Las dos habían trabajado toda su vida y les resultaba difícil relajarse, por lo que su contacto con otras personas era a menudo tenso y fugaz. Siempre andaban con prisas, a pesar de las advertencias de Soledad, que sufría por su salud y por su falta de descanso. Pero Basilisa y Conchita sólo paraban cuando el cuerpo no podía más y les obligaba a meterse en la cama, exhaustas, como le ocurría ahora a la abuela. Madre e hija sólo conocían dos velocidades: encendida o apagada.

Los olivos de Belchite
Elena Moya
Editorial Suma


martes, 21 de abril de 2015

Las ventajas de ser un marginado

Querido amigo:


Era uno de esos días en los que no me importaba ir al instituto porque hacía un tiempo precioso. El cielo estaba encapotado de nubes y el aire parecía darme un baño caliente. No creo que me haya sentido nunca tan limpio. Cuando volví a casa tuve que cortar el césped para ganarme la paga y no me importó nada. Iba escuchando música, y disfrutando el día, y recordando cosas. Cosas como caminar por el barrio y contemplar las casas y el césped y los árboles de colores y que eso me bastara.
       No sé nada sobre el zen o las cosas que los chinos o los indios hacen porque forma parte de su religión, pero una de las chicas de la fiesta, que llevaba un tatuaje y un piercing en el ombligo, se había hecho budista en julio. Apenas habla de otra cosa, salvo de lo caros que están los cigarrillos. La he visto varias veces a la hora de comer, fumando entre Patrick y Sam. Se llama Mary Elizabeth.
      Mary Elizabeth me contó que lo que tiene el zen es que te conecta con todo el planeta. Eres parte de los árboles y la hierba y los perros. Cosas así. Hasta me explicó que su tatuaje simbolizaba eso, pero no puedo recordar de qué manera. Así que supongo que el zen es un día como este, en el que formas parte del aire y recuerdas cosas.


Las ventajas de ser un marginado
Stephen Chbosky
Traducción de Vanesa Pérez-Sauquillo
Alfaguara, 2012

martes, 14 de abril de 2015

Leche materna

Apenas se podía creer que su familia estuviese teniendo aquella hemorragia de dinero para aburrirse espantosamente por aquellas ningunas partes de la migración americana. Tanta carretera y tan pocos sitios, tanta efusividad y tan poca intimidad, tanto sabor y tan poco gusto. Anhelaba estar otra vez con los niños en Londres, alejarse de las prisas superficiales de América y regresar a la densidad de la vida corriente.



Leche materna
Edward St Aubyn
Anagrama, 2008

També això passarà

El nostre interior acaba atrapant-nos sempre. Acabarem sent qui som, la bellesa i la joventut només serveixen per camuflar-nos un temps. En certs moments, crec que començo a entreveure la cara que tindran els meus amics, ho ignoro tot de la dels meus fills, és massa aviat, estan inundats de la llum de la vida, reverberen, i amb prou feines m'atreveixo a mirar la meva, de reüll, des de lluny.


També això passarà
Milena Busquets
Ara Llibres, 2015

miércoles, 1 de abril de 2015

Saber perder

A veces paseaban a solas por los caminillos del Retiro y ella se detenía a saludar a algún conocido ecuatoriano que miraba a Lorenzo como si lo juzgara un usurpador. Si él le comentaba algo sobre las miradas como machetes que le prodigaban sus paisanos ella sólo decía no hagas caso, son hombres.
Yo he tardado mucho tiempo en poder soportar esas miradas de los hombres que parecen poseerte entera, le explicó un día Daniela. ¿Crees que no siento esos ojos que te manosean por delante y por detrás? Son miradas que te hacen sentirte como una puta sucia sobre la que ellos tienen derecho de disfrute. Los hombres son siempre muy agresivos. Lorenzo se veía en la obligación de justificarlos, decía que no siempre escondía violencia esa manera de mirar, a ratos podía ser una forma de admiración. Si un hombre quiere halagarte, le explicaba ella, sólo tiene que mirarte a los ojos y bajar la vista, no tiene por qué regodearse en tus pechos y en las caderas y acosarte. Esos que te desafían con la mirada cuando te ven conmigo son los mismos que me violarían con los ojos si me los encontrara sola.


Saber perder
David Trueba
Ed. Anagrama, 2008

jueves, 26 de marzo de 2015

Galveston

 La gente nos observó con especial atención cuando salimos del bar, porque a nadie le gustaba la idea de lo que se suponía que íbamos a hacer a continuación: un hombre como yo y una chica como ella. Yo miraba fijamente a través del parabrisas y la cabeza de Rocky no paraba de oscilar ligeramente sobre sus hombros. Circulé por la interestatal en la que conocía unos cuantos hoteles, pero todos me parecieron demasiado iluminados, así que giré en dirección sudeste, hacia los barrios negros de la ciudad, pagué una habitación de motel que daba a un solar abandonado y a un centro comercial con las ventanas selladas. El sitio se llamaba The Starliter. Pagué en efectivo y la recepcionista, una anciana negra casi calva que esnifaba rapé, no me pidió ningún documento de identidad.

Me recordó a Matilda, la cocinera de la casa de acogida que nos preparaba huevos deshidratados con morcilla.     La habitación tenía una única cama doble y el aire acondicionado hacía tintinear el cristal de la ventana. Rocky fue al baño mientras yo me quitaba las botas, guardaba la pistola en una de ellas y las metía debajo de la cama junto con la caja de seguridad. Me quité la cazadora y el cinturón y me acomodé en la única silla de la habitación, con las piernas estiradas y los ojos cerrados encarados hacia el techo, con la esperanza de que el mundo dejara de dar vueltas por un momento.    



Oí el chasquido de la puerta del lavabo y entreabrí los ojos. Rocky entró en la habitación en bragas y camiseta sin mangas, con la melena corta mojada y peinada hacia atrás. La bombilla del baño la iluminaba como a una de esas chicas sofisticadas de los pósteres de las revistas. Dejó el resto de su ropa plegada debajo del bolso en una esquina; yo mantuve los ojos entrecerrados para hacerme el dormido. Se acercó a mí y percibí su olor, un aroma almizclado y floral. Me puso una mano en el hombro.     

—¿Roy?

Galveston
Nick Pizzolato
Salamandra, 2010

viernes, 20 de marzo de 2015

La crisis de Shep

       -Pero lo más difícil del mundo es llegar a entender lo que "quieres". A mí me parece que eso que has planeado durante tanto tiempo era una enorme crisis existencial.
      Otra vez el pasado, pinchándole el cuello como una etiqueta con las instrucciones de lavado, y Shep nunca había sido capaz de entender del todo esa palabra. Existencial.
       -Puede que al final resulte que no quiero nada especial.
       -¿Y entonces? ¿Qué harías? ¿Pasarte el día tumbado y dormitando? Mírame a mí. Sinceramente, no es una perspectiva emocionante.
      Al contrario, sonaba fantástico. Solo faltaba una hora y veinte minutos para que sonara el despertador.
      -No puedes disfrutar de este tiempo libre porque es algo impuesto -dijo Shep-. Y porque te sientes fatal. Por eso es precioso el tiempo que tenemos mientras nos sentimos bien. No estoy simplemente desperdiciando mi vida haciendo chapuzas con placas de yeso en Queens. Estoy desperdiciando mi vida mientras tengo salud. Y tú más que nadie deberías apreciar lo injusto que es. Trabajamos como esclavos los pocos años que estamos en condiciones de disfrutar; lo que nos queda son los años de la vejez y la enfermedad. Nos enfermamos a cuenta de nuestro tiempo, y solo tenemos tiempo libre cuando pesa sobre nosotros, cuando no nos sirve para nada. Cuando ya no es una oportunidad, sino una carga.

Todo esto para qué
Lionel Shriver
Anagrama

viernes, 27 de febrero de 2015

Un viaje de diez metros

Muy pronto, la tristeza desapareció. Las mantelerías del comedor, nuevecitas y blancas, no eran hechas a máquina en Normandía, sino que eran cosidas a mano por mujeres de Tananarivo, en Madagascar, y ahora eran extendidas con elegancia sobre las mesas. Los arreglos de jazmín que perfumaban el salón procedían de Chez Antoine, en el sexto arrondissement. La porcelana había sido hecha según un diseño mío en Christian Le Page, así como la pesada cubertería de plata, grabada para mí en una fábrica dirigida por una familia en Sheffield, Inglaterra. Los floreros y copas estaban hechos de cristal Moser soplado en el norte de Bohemia y todo el material con el que entraba en contacto el cliente, hasta la pluma Caran D'Ache para firmar la cuenta, estaba grabado con el logo de Le Chien Méchant, un pequeño bulldog ladrando. Y, para los bolsos de las damas, un taburetito de caoba descansaba junto a cada mesa para que depositaran sus preciadas bolsas.



Un viaje de diez metros
Richard C. Morais
Seix Barral. Biblioteca Formentor: 2012


jueves, 19 de febrero de 2015

La legión de los perdonazos


-Sentirse o no sentirse culpable. Creo que todo radica en eso. La vida es una lucha de todos contra todos. Es sabido. Pero ¿cómo puede darse esa lucha en una sociedad más o menos civilizada? No deberíamos tirarnos unos contra otros a primera vista. En cambio, intentamos proyectar en los demás el oprobio de la culpabilidad. Vencerá el que consiga hacer que el otro se sienta culpable. Perderá el que confiese su culpa. Vas por la calle inmerso en tus pensamientos. Caminando hacia ti viene una chica que, como si estuviera sola en el mundo, sin mirar a los lados, camina recto hacia delante. Chocáis. Este es el momento de la verdad. ¿Quién insultará al otro, y quién pedirá perdón? Esa situación me sirve de ejemplo: en realidad, los dos son a la vez el embestido y el que embiste. No obstante, los hay que, inmediata y espontáneamente, se consideran los causantes del choque y, por tanto, culpables. Y los hay también que siempre se consideran, inmediata y espontáneamente, las víctimas del choque y, por tanto, en su derecho de acusar en el acto al otro y de hacer que lo castiguen. Tú, en esa situación, ¿pedirías perdón o acusarías?
-Sin duda alguna, yo pediría perdón. 
-¡Ay, pobre, de modo que tú también perteneces a la legión de los perdonazos! Crees que podrás ablandar al otro con tus disculpas.

La fiesta de la insignificancia
 Milan Kundera
Tusquets: Septiembre 2014

viernes, 13 de febrero de 2015

El fenómeno Dicker

Los niños ya no podían desplazarse solos. Los buenos tiempos en los que las calles se llenaban de chiquillos alegres y ruidosos se habían acabado: ya no hubo más partidos de hockey sobre patines delante de los garajes, no más concursos de salto a la comba ni rayuelas gigantes dibujadas a tiza sobre el asfalto; en la calle principal, ya no hubo bicicletas cubriendo la acera ante el supermercado de la familia Hendorf, donde se podía comprar un puñado de caramelos por menos de un níquel. Pronto planeó sobre las calles el silencio inquietante de las ciudades fantasma.

La verdad sobre el caso Harry Quebert
Joël Dicker
Traducción de Juan Carlos Durán Romero
Alfaguara: 2013

La felicidad conyugal

Yo tenía entonces diecisiete años, y mamá, el año en que murió, había pensado que nos mudásemos a la ciudad para que hiciera yo mi debut en sociedad. La pérdida de mi madre era para mí una aflicción muy grande, pero debo confesar que gracias a esa aflicción también me sentía yo joven, bonita, como todo el mundo me decía, y tenía la sensación de estar desperdiciando un segundo invierno allí, en el aislamiento de la aldea. Antes de que terminara el invierno, esa sensación de tristeza ocasionada por la soledad, y también el simple hastío, crecieron hasta tal punto que ya no salía de mi cuarto, no abría el piano ni tomaba un libro en las manos. Cuando Katia intentaba convencerme de que me dedicara a una u otra cosa, le respondía: "No tengo ganas, no puedo", pero lo que sonaba en mi alma era: ¿para qué? ¿Para qué hacer algo si de forma tan gratuita se desaprovechaban mis mejores años? ¿Para qué? Y a ese para qué no había más respuesta que las lágrimas.


La felicidad conyugal
Lev Tolstói, 1859