domingo, 16 de septiembre de 2018

Un lugar a donde ir

La Mota de Tres Palacios es el escenario donde aparece el primer cuerpo

Aunque ahora el hombre estaba tendido en el suelo, había sido encontrado sentado sobre su mesa de trabajo de la biblioteca de Altamira, de espaldas a la puerta. Iba vestido con unos vaqueros y un grueso pero confortable jersey de lana azul; no había nada siniestro en su indumentaria ni en su gesto, salvo porque no respiraba y porque parecía como dormido, con ese aspecto bobo que da el sueño profundo. O conocía a su agresor y estaba tan tranquilo dándole la espalda, o bien este lo había pillado por sorpresa y lo había eliminado de forma violenta y rápida.

Múgica se alejó del cadáver para tomar perspectiva y observó el cuerpo. No, aquel joven no había muerto por un espasmo de laringe, como el individuo del pantano. Ni había sido envenenado como Wanda Karsávina, o al menos carecía de síntomas para deducir tal cosa. Aunque no siempre resultaba fácil detectar un envenenamiento. Hasta con la muerte del mismísimo Mozart había habido una gran controversia, aunque estaba bastante claro que había fallecido intoxicado por un medicamento contra la depresión. ¿Le habrían dado al genial Wolfgang Amadeus aquella composición de sales de mercurio y antimonio de forma inocente? ¡Cuántos antiguos misterios podrían resolverse con la ciencia moderna!

—¡Menudo sitio para morir! —exclamó Riveiro, que parecía estar más interesado por estudiar la singular biblioteca en la que se encontraban que por observar el cadáver. El escenario era, sin duda, inusual.

Un lugar a donde ir
Maria Oruña
Destino, 2017

Lejos del corazón

La Guardia Civil en el estrecho, protagonista del último libro de Vila y Chamorro

El hecho era que había sucedido. Mi hijo, al que jamás se me había pasado por la cabeza animar en tal dirección, al que más bien había intentado disuadir por todos los medios a mi alcance de dar un paso como aquel, había decidido continuar la senda de su padre. La senda que yo había tomado en su día por descarte y casi por accidente, y que para él adquiría, insospechadamente, el sentido de una opción lógica, casi necesaria. Por eso estábamos allí su abuela y yo, en el patio de armas de la academia de guardias civiles y suboficiales de Baeza, bajo la llovizna helada que empezaba a caer y expuestos al viento inclemente que venía desde Sierra Mágina, esperando a que le llegara el turno de llegar desfilando hasta la bandera, descubrirse y restregar su mejilla contra la tela rojigualda.
Y un poco más allá estaba también su madre, incapaz de cumplir su amenaza de no ir a verle, pero todavía furiosa conmigo por aquel delito que nunca tuve el afán de cometer.

Mi modesto puesto en la empresa, y sobre todo mi amistad con uno de los profesores de la academia, compañero de promoción, me habían permitido situarnos en un lugar desde el que se veía  razonablemente bien la parada, a diferencia del que ocupaba el grueso de los familiares
de alumnos; el acto era tan multitudinario que no había posibilidad de colocarlos a todos en las inmediaciones de la formación. Después de varios años de promociones de tamaño mínimo, debido a los recortes presupuestarios, la mejora de las cuentas públicas y la necesidad de cubrir las bajas vegetativas que diezmaban la plantilla habían llevado a reclutar de nuevo por centenares a los
proyectos de futuros guardias. Entre ellos había abundancia de titulados superiores, como mi hijo, que me había proporcionado, por todos ellos, el motivo para abrazar una profesión que siempre se nutrió de hombres humildes.

Lejos del corazón
Lorenzo Silva
Destino, 2018

Hombres

La autora con su padre


Cuando yo tenía catorce años, mi madre solía asegurar que era muy inmadura para mi edad. Y no sólo físicamente.

Esta afirmación me ofendía muchísimo, sobre todo cuando la exteriorizaba ante terceros. Pero mi madre parecía alegrarse, e incluso estar orgullosa de ello. Sólo mucho más tarde comprendí sus razones. Temía lo que podría ocurrir cuando fuese mayor.

Yo no podía más de impaciencia por llegar a desarrollarme. Mis piernas y brazos, largos y delgados; mis estrechas caderas y mi delgadísimo cuello me hacían desgraciada. Llena de amargura, me ponía ante el espejo y me comparaba con mis compañeras de colegio, todas parecían ya encantadoras jovencitas.

Me indignaban mis rígidos vestidos, que me llegaban hasta las huesudas rodillas y ocultaban el poco pecho que empezaba a tener. Me indignaba, pero no me atrevía a llevar chalecos de lana ajustados. Temía las sonrisas de las personas mayores y los murmullos de las de mi edad. Por esta razón cuidaba de mi pecho como de un tesoro oculto.

Asistía a un severo colegio católico femenino. Llevaba un uniforme negro muy poco favorecedor y medias negras y largas. Mi pelo, que rizaba todas las noches con gran esmero, debía llevarlo recogido durante las horas de clase.

Una vez se me desprendió un ricito y me cayó sobre la frente; por su culpa tuve que escuchar un sermón sobre los peligros de la vanidad. Lo escuché en silencio, deseando en mi fuero interno llegar a conocer aquellos peligros lo antes posible.

Mis compañeras cuchicheaban alguna vez en mi presencia sobre el periodo. Yo no tenía ni idea de qué era aquello y me rompía la cabeza tratando de averiguarlo. Ante las otras chicas fingía, por supuesto, estar al corriente. De ahí que muchas veces me viese en grandes apuros, pues me hacían preguntas que en mi desconocimiento no podía contestar. Al final me decidí y le pregunté a mi madre qué significaba la misteriosa palabra. Se vio obligada a darme una explicación. Lo que dijo fue tan poco claro que únicamente entendí que todavía no era una mujer, sino sólo una niña. Esto volvió a entristecerme mucho y aguardé con desesperación la llegada del gran acontecimiento que habría de convertirme en una mujer completa.

Hombres
Angelika Schrobsdorff
Errata Naturae, 2018

Un gángster en Berlín

El comisario Gereon Rath, protagonista de la versión televisiva de los libros
Alex se encontraba en Büschingstrasse y evaluaba la situación. Ignoraba qué hora era exactamente, había dejado el reloj de bolsillo arriba, junto con sus otras pertenencias, en la viviendaB, pero debían de ser alrededor de las doce y media. Por las ventanas emanaba el olor a cebolla, col y salchicha. Hora de comer. Sólo delante de la residencia masculina del Ejército de Salvación se apretujaban unas pocas figuras andrajosas que todavía querían recibir una ración de comida, excepto por ello, Büschingstrasse estaba casi vacía. Y era de esperar que también lo estuviera el patio de la viviendaB.
En el supermercado, Alex había pagado a Vicky un café con las últimas monedas que le quedaban, se había permitido un paquete de seis Juno y luego había cogido el 66 en dirección a Büschingplatz. No quería perder la oportunidad, el mediodía era la mejor hora para no encontrarse con el portero y la vieja Petze Karsunke, Benny y ella ya habían sacado provecho de ello anteriormente. Si no se quería tener que responder a preguntas tontas, meterse al anochecer y salir al mediodía era la mejor receta. Como le sucedió una vez, cuando el portero le preguntó adónde se dirigía. Le había respondido lo que Benny le había enseñado: a casa de Grünberg en el edificio posterior. Sabían el nombre por los buzones.
Pero ese pretexto, ahora que el portero la tenía fichada gracias a la vieja Karsunke, ya no servía. Así que: entrar, sacar las cosas y se acabó la vivienda B. A partir de ahí, el portero podía rebuscar en la buhardilla tanto y tan a fondo como le diera la gana.
Alex estaba en la calzada de enfrente y observaba a través de la entrada del patio. Ahí arriba en el edificio posterior, en la buhardilla, estaban sus cosas. No solo el saco de dormir, también sus pertenencias personales en una pequeña caja metálica. Y las imágenes de Benny, que él había protegido como un tesoro. En el patio todo parecía vacío, no se veía a nadie, incluso los niños que un par de minutos antes todavía jugaban bajo la barra para sacudir alfombras habían desaparecido. Se acercaba el momento, la cola que había delante del hogar del Ejército de Salvación se había reducido a tres hombres y le recordó que la pausa de la comida no duraba eternamente. Alex inspiró aire, deseó buen provecho al portero y a su espontánea chivata, y cruzó la calle. Ya había llegado al arco del portalón cuando se abrió la puerta de la casa contigua y alguien salió.
Un policía.
Alex se quedó mirando el uniforme azul como si se tratara de una pesadilla. Y entonces reconoció el rostro. Maldita sea, ¿qué hacía ese allí? El KaDeWe estaba en la zona Oeste, y esto era Friedrichshain.
La vivienda B estaba quemada, ahora lo tenía claro. Alex, que no estaba segura de si el poli la había reconocido a ella, cambió con serenidad de dirección, fingió que salía del patio, torció y le dio la espalda, intentó bajar la calle tan calmada y discretamente como le era posible. ¿Qué diablos estaba haciendo ese ahí? ¡Esa no era su zona!
—¡Eh, chica, espera un momento!

Un gángster en Berlin
Volker Kutscher
Ediciones B, 2015

jueves, 3 de mayo de 2018

No soy un monstruo

Cuando llegó su primer destino, con solo veintiséis años, le tocó coordinar un turno de seis policías en la oficina de denuncias de la comisaría de uno de los barrios más duros de Madrid. Cada turno recibían unas cien denuncias y una decena de detenidos, que les llevaban hasta allí los zetas y los munipas del barrio. Y ella tenía que imponerse a todos ellos. 

Recién estrenados sus comecocos —las antiguas divisas de inspector—, el primer día de su nuevo cargo Ana se cruzó con uno de sus subordinados.
—Hola, cariño, tú eres la nueva, ¿no? Pues menos mal que eres guapa —le soltó el policía guiñándole el ojo.
—Oiga, ¿nos conocemos de algo? —le contestó, tragando saliva para que no se le notaran los nervios—. O me falla la memoria o usted y yo no nos hemos tomado un café juntos, ¿verdad? Pues bueno, así están las cosas, se lo voy a contar para que le quede claro: desde hoy yo soy su jefa y usted se dirige a mí como tal. ¿Entendido?

Meses después, uno de lo policías de su turno, uno de los hombres que estaban bajo su mando, le confesó a Ana que ese gesto marcó el camino desde el principio. Les dijo a todos que la novata tenía carácter y que mejor respetar bien las distancias con ella.
Adiós, Nancy. Hola, inspectora jefa Arén.

No soy un monstruo
Carmen Chaparro
Espasa Libros, 2017

*En la foto Elena Rivera interpretando a la inspectora Ruiz en "Servir y Proteger"


sábado, 14 de abril de 2018

La hija del este

Ana Mladic de rojo junto a su padre
«El nacionalismo es absurdo —sostenía Danilo—, sentirse orgulloso de ser serbio y no esloveno es tan idiota como alegrarse de vivir en el piso quinto primera y no en el tercero segunda. Dónde naces, a qué raza perteneces, es un puro accidente, como ser rubio o moreno y calzar un cuarenta y cuatro o un cuarenta y dos. Mira ese árbol: ¡es serbio! ¿Lo sientes más tuyo que, pongamos por caso, un abeto de los Alpes suizos?¿Darías la vida por ese jodido árbol?» 

Y sí, ella daría la vida por su país, con los ojos cerrados. Por más que Danilo sostuviera que los seres humanos son iguales en todas partes, que hay personas valientes y cobardes, honradas y deshonestas en todos los países, no se podía negar que había algo especial que caracterizaba a los serbios: el alma serbia. El serbianismo, esa esencia que compartían todos los descendientes del rey Lazar: el inat, la constancia, la obstinación, la tenacidad que había permitido sobrevivir a un pueblo perseguido y sojuzgado a lo largo de la historia por los turcos, los austro-húngaros, los alemanes y ahora… ¡todos los países occidentales!

(...)

Hermann Göring, el fundador de la Gestapo, dejó dicho: «Por supuesto la gente no quiere guerra; no la quieren los ingleses, ni los americanos, ni tampoco los alemanes. Es comprensible. Es tarea de los líderes del país encaminarlos, dirigirlos hacia ella. Es muy fácil: todo lo que tienes que decirles es que están siendo atacados, denunciar a los pacifistas por falta de patriotismo y por poner al país en peligro. Funciona igual en todos los países, sean democracias, monarquías o dictaduras.» Hay que meterles miedo, hay que inoculárselo, hay que empacharles de miedo como se atraca de comida a las ocas hasta que se les pudre el hígado para hacer paté, hay que procurar que ese miedo fermente y se convierta en odio, un odio absoluto, irracional, desbocado… Eso Slobo lo comprendió enseguida. Después de la revolución antiburocrática, tuvo otra idea: todos los serbios en un solo estado (líderes menos sutiles o delicados que Slobo, demasiadopatriotas y demasiado viriles para emplear eufemismos, lo llamaban de otra forma: la Gran Serbia; ésa era la tarea pendiente, el gran desafío: había que crearla). La prensa oficial se llenó de artículos sobre la explotación económica que sufrían los serbios a manos de croatas y eslovenos. Se denunció sin descanso la discriminación que padecían las minorías serbias fuera de Serbia. Se nos recordó oportunamente el genocidio ustacha y los crímenes contra los serbios en la segunda guerra mundial. Programas, documentales y series de televisión recrearon con profusión aquellas atrocidades. Dos psiquiatras serbios, pertenecientes a esas oprimidas minorías, los serbios de las krajinas (zonas fronterizas entre el antiguo imperio otomano y el igualmente extinto imperio austrohúngaro, donde los serbios que huían hallaron refugio bajo la condición de defender al imperio austriaco de la amenaza turca; serbios guerreros, pues, serbios muy serbios), el doctor Jovan Rašković en Croacia y el doctor Radovan Karadžić en Bosnia-Herzegovina, sembraron el miedo y lo regaron sin descanso, anticipando una gran cosecha de odio.

La hija del Este
Clara Usón
Seix Barral, 2012


jueves, 22 de febrero de 2018

Niebla en Tánger


En marzo de 1928, aún sin curarme de los desvelos que me causaba Samir, los Bensalóm nos invitaron a celebrar el Purim con una comida que organizaban en un salón del hotel Continental, uno de los más lujosos de la ciudad. Era evidente la intención de formalizar mi matrimonio de una vez con el joven del belfo, o liberarle de todo compromiso conmigo para que pudiera elegir a otra muchacha de buena posición. Íbamos a cumplir los veinte. Aunque son solo los niños los que se disfrazan durante el Purim, se invitaba a la juventud a que lo hiciéramos también como si se tratara de una fiesta de máscaras. Mamá Ada se empeñó en buscarme el disfraz más apropiado para que luciera mi belleza del norte, siempre bajo el manto de la más pura discreción, y yo me empeñé en estar tan fea que el joven no quisiera ni mantenerme la mirada. Finalmente la batalla se inclinó de mi lado. Mamá Ada había elegido un disfraz de pastora con cayado y oca viva. Fue verlo y echarme a llorar. Tuvo que ser Ankara quien le explicase los recuerdos que despertaba en mí aquel disfraz maldito. Los episodios más terribles de mi infancia se me vinieron encima: la mancha en la pechera de mi madre, en la mía, el niño ruso, la muerte. Mamá Ada sufrió un ataque de nervios que no se le calmó ni con un litro de tila, ordenó a una sirvienta que devolviera el disfraz a los almacenes y cocinaran la oca inocente para los pobres, cumpliendo así con el precepto de dar limosna el día antes del Purim. Me negué a ir a la comida, pero a última hora recapacité y vi la oportunidad de librarme para siempre de la amenaza que se cernía sobre mi felicidad desde hacía tiempo. Me disfracé de gaucho argentino. Mamá Ada no se atrevió ni a suspirar cuando me vio descender por la escalera con mis pantalones de cuero, mi chaqueta con flecos, mis botas de espuela, mi sombrero de ala ancha por el que sobresalía una coleta rubia, y el látigo enrollado en una mano, dispuesto a flagelar las esperanzas de cualquier joven que deseara contraer un matrimonio duradero con una muchacha dócil. Papá Arón dio un respingo mientras recitaba los versos de un salmo del rey David.

 —¿No habéis encontrado algo más masculino? —preguntó

Niebla en Tánger
Cristina López Barrio
Planeta, 2017