Mi vida era un infierno: trombas de números con comas y decimales se abalanzaban incesantemente sobre mí. Se mutaban en mi cerebro formando un magma opaco y no podía diferenciarlos unos de otros. Un oculista certificó que mi vista no tenía nada que ver en el asunto. Las cifras, cuya tranquila y pitagoriana belleza yo siempre había admirado, se convirtieron en mis enemigas. La calculadora también me quería mal. A mis numerosas limitaciones psicomotrices había que añadir otra: cuando debía presionar las teclas durante más de cinco minutos, mi mano se encontraba de pronto tan enviscada como si acabara de hundirla en una espesa y pegajosa masa de puré de patatas. Cuatro de mis dedos permanecían irremediablemente inmovilizados; sólo el índice conseguía emerger hasta alcanzar las teclas, con una lentitud y una torpeza incomprensibles para quien no supiera de la existencia de las patatas invisibles. (…) Empezaba observando cada nuevo número con la misma sorpresa que debió de sentir Robinson al encontrar a un indígena en aquel desconocido territorio; a continuación, mi mano entumecida intentaba reproducirlo sobre el teclado (…)
—Absolutamente segura.
—¿Hay mucha gente... como usted en su país?
Era la primera belga que conocía. Un sobresalto de orgullo nacional me llevó a decir la verdad:
—Ningún belga se parece a mí.
Estupor y temblores
Amélie Nothomb
Anagrama, 2000
*Así me imagino yo a la señorita Mori Fubuki
La empresa japonesa es cruel hasta para los nativos, ¿como no lo va a ser con una occidental (belga en este caso) y además de eso, mujer? La protagonista nos cuenta su año laboral en la empresa Yamamoto con humor y desenfado pero con bastantes pizcas de amargura. Para saber más sobre Japón (y no irte nunca a trabajar allá).
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