Como siempre que el inspector Abe se encontraba en una encrucijada, se dirigió al templo Meiji para orar, colgó una nueva ema o tablilla donde había garabateado un deseo, fue a contemplar los lirios del parque Yoyogi, recién florecidos por ser junio, y por último se dirigió a una troriya, un restaurante familiar especializado en brochetas de pollo, pato y codornices sito en un callejón de la avenida Omotesando Dori, donde cada vez que iba ponían a su disposición un pequeño reservado con vistas al jardín trasero del local. Desde allí podía contemplar un diminuto sendero de guijarros que desembocaba en una pequeña fuente levantada con cantos rodados que convertían el ruido del agua en un suave rumor. El restaurante, una vieja casa de madera cuya techumbre estaba cubierta de pesadas tejas plateadas, que había sobrevivido como una isla a los bombardeos norteamericanos, desprendía un olor a soja rancia (receta secreta del cocinero y propietario) y a sándalo, que despertaba el apetito del inspector Abe y conseguía abrirle la mente a nuevas ideas. Para aprovechar esa circunstancia, solía llevar consigo alguno de los expedientes de casos por resolver, y aunque no podía afirmar que reflexionar sobre ellos en aquel ambiente hubiera resultado decisivo para dar con la solución de alguno, en cambio sí tenía la impresión de que conseguía avances. A veces se trataba de simples detalles, pero en toda investigación policial los detalles resultaban siempre capitales.
Los sauces de Hiroshima
Emilio Calderón
Planeta, 2011
Entre la novela histórica y la novela negra, este libro protagonizado por un ex inspector de policía reconvertido en detective privado nos lleva hasta el Japón de después de la guerra, en un período de 20 años. Los que tarda el protagonista en resolver un caso que se le resiste.
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