jueves, 16 de julio de 2015

Billie

     Tampoco es que me hubieran maltratado a lo bestia en mi infancia, en plan hasta el extremo de acabar en la primera página del periódico local de sucesos, pero sí que me pegaban un poco todo el tiempo.
     Todo el tiempo, todo el tiempo, todo el tiempo...
     Que si una bofetadita aquí, que si una bofetadita allá, que si ahora una colleja, que si una patada en las piernas cuando pasaba por ahí o cuando ni siquiera pasaba por ahí, las manos siempre levantadas como diciendo te voy a meter una que te avío y tal, y eso me había... ¿Cómo decirlo?
     Recuerdo que un día leí a escondidas en la biblioteca del colegio un folleto sobre el alcohol que decía que, por supuesto, no había que beber, pero que si por ejemplo te pillabas una buena cogorza una noche, era como derramar un cubo de agua en el suelo: no estaba muy bien, pero bueno, pasabas la fregona, el suelo se secaba y listo, mientras que el alcoholismo, incluso bien disimulado o incluso controlado, era como un goteo continuo, y que, poquito a poco, gota a gota, al final se te hacía un agujero en el suelo. Aunque fuera un suelo súper sólido...
     Pues bien, eso eran las bofetaditas y los moretones que acumulaba sin tregua desde que era niña... No me mandaron a las páginas de sucesos ni llamaron la atención de las trabajadoras sociales, pero me perforaron la cabeza. Y por eso tenía tanto miedo siempre: hasta la más mínima corriente de aire me atravesaba de parte a parte y me derribaba. Y por aquel entonces Franck tampoco era lo bastante fuerte para taparme ese agujero como yo hubiera necesitado. Por eso nos andábamos con tantas precauciones el uno con el otro.

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